Page 120 - El fin de la infancia
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No había que preocuparse, se decía George, por misterios irresolubles. Sin
embargo, a veces se despertaba en medio del silencio de la noche, y se ponía a pensar.
Recordaba su encuentro con Jan Rodricks en la terraza de la casa de Rupert, y su
corta conversación con el único hombre que había logrado desafiar la prohibición de
los superseñores. Nada en el reino de lo sobrenatural, pensaba George, podía ser más
extraño que ese simple hecho científico. Aunque había hablado con Jan hacía ya diez
años, para este tan distante viajero apenas habían transcurrido unos pocos días.
El universo era enorme, pero su tamaño no lo asustaba tanto como su misterio.
George no tenía la costumbre de meditar sobre tales asuntos; sin embargo, pensaba a
veces que los hombres eran como niños que jugaban dentro de un parque, lejos de las
terribles realidades del mundo exterior. Jan Rodricks, resentido contra esta
protección, había escapado. Nadie sabía hacia dónde. Pero en este caso George se
encontraba del lado de los superseñores. No deseaba de ningún modo enfrentarse con
lo que acechaba quizá en esa oscuridad desconocida, en el borde del círculo de luz
lanzado por la lámpara de la ciencia.
—¿Por qué —se quejó George— Jeff está siempre afuera cuando yo llego a casa?
¿A dónde ha ido hoy?
Jean alzó los ojos del tejido, una ocupación arcaica que había sido resucitada
recientemente con mucho éxito. Esas modas aparecían y desaparecían en la isla con
bastante rapidez. Como resultado de esta locura particular los hombres llevaban ahora
unos sweaters multicolores, demasiado abrigados para el día, pero, bastante útiles
después de la caída del sol.
—Ha ido a Esparta con algunos amigos —respondió Jean—. Me prometió estar
de vuelta para la hora de la cena.
—En realidad vine a casa a trabajar —dijo George pensativamente—. Pero es un
día muy hermoso. Me parece que iré hasta allí y me daré un baño yo también. ¿Qué
pescado deseas?
George nunca había pescado nada, y los peces de la bahía eran demasiado astutos.
Jean iba a decírselo cuando un sonido que, aun en esta pacífica edad, era capaz de
helar la sangre estremeció la quietud del atardecer.
Era el gemido de una sirena, que subía y bajaba, extendiendo hacia el mar, en
círculos concéntricos, un mensaje de peligro.
Aquí, en la ardiente oscuridad, bajo el piso del océano, la presión de las rocas
había crecido lentamente durante casi un siglo. Aunque el cañón oceánico se había
formado en una de las primeras edades geológicas, las piedras torturadas no se habían
acostumbrado aún a su nueva posición. Los estratos habían crujido innumerables
veces, moviéndose un poco cuando el inimaginable peso del agua perturbaba su
precario equilibrio. Estaban listos para volver a moverse.
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