Page 121 - El fin de la infancia
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Jeff estaba explorando los hoyos rocosos que corrían a lo largo del mar,
ocupación que siempre lo fascinaba. Nunca podía saber con qué exóticas criaturas se
iba a encontrar aquí, traídas por las olas que venían una detrás de otra, y a través del
Pacífico, a romper contra los acantilados. La bahía era un país de hadas, y en ese
momento Jeff se sentía el único dueño, pues los otros niños habían subido a las
colinas.
El día era sereno y claro. No había ni un soplo de viento, y hasta el perpetuo
gruñido que sonaba bajo los arrecifes era ahora sólo un sordo murmullo. Un sol
ardiente colgaba en el cielo, pero el oscuro cuerpo de Jeff era ya inmune a sus
ataques.
La playa era aquí un delgado cinturón de arena, que descendía hacia la bahía.
Bajo las aguas claras como el cristal, Jeff podía ver las formaciones rocosas, tan
familiares para él como el suelo terrestre. A unos diez metros de profundidad el
esqueleto curvo y cubierto de algas de una vieja goleta se elevaba hacia el mundo que
había dejado hacía doscientos años. Jeff y sus amigos habían explorado a menudo
estos restos, pero sus esperanzas de encontrar un tesoro no se habían realizado nunca.
Sólo habían descubierto una brújula cubierta de mejillones.
Algo asió con firmeza la bahía, como con ambas manos, y la sacudió brevemente.
El temblor de las aguas pasó con tanta rapidez que Jeff se preguntó si no se lo habría
imaginado. Quizá había sido un vértigo pasajero, pues a su alrededor todo seguía
igual. Nada turbaba la superficie del agua; en el cielo no se veía una nube. Y de
pronto, comenzó algo muy raro.
El agua estaba alejándose de la costa con una rapidez muy superior a la de
cualquier marea. Jeff se quedó mirando, con un profundo asombro, pero sin miedo,
como aparecían las arenas húmedas, y yacían brillantes al sol. Siguió a las aguas,
decidido a aprovechar todo lo posible ese milagro que le había abierto las puertas del
mundo submarino. Tanto había descendido el nivel del mar que el mástil roto del
náufrago estaba subiendo hacia el cielo, y sus algas, faltas del apoyo del agua,
colgaban ya verticalmente. Jeff se apresuró, ansioso por contemplar las maravillas
que no tardarían en aparecer.
Fue entonces cuando oyó aquel ruido que venía de los arrecifes. Nunca había oído
nada semejante, y se detuvo intrigado. Los pies comenzaron a hundírsele lentamente
en las arenas húmedas. Un pez grande estaba luchando con la muerte, unos pocos
metros más allá, pero Jeff lo miró apenas. El ruido de los arrecifes crecía a su
alrededor.
Era un gorgoteo, un sonido de succión, como el de un río que corre por un
estrecho canal. Era la voz del mar, que se retiraba protestando, enojado al perder,
aunque fuese sólo por un momento, aquellas tierras suyas. Por entre las graciosas
ramas de coral, a través de las ocultas cavernas submarinas, millones de toneladas de
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