Page 122 - El fin de la infancia
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agua pasaban de la bahía a la vastedad del océano.
               Regresarían muy pronto, y muy rápidamente.
               Horas más tarde, una de las patrullas de salvamento encontró a Jeff en el banco de

           coral. El agua había llegado a subir hasta veinte metros sobre su nivel de costumbre.
           Jeff  no  estaba  asustado,  aunque  sí  afligido  por  la  pérdida  de  su  bicicleta.  Tenía
           además  mucha  hambre.  La  destrucción  parcial  de  los  arrecifes  había  cortado  el

           camino. Cuando llegó la patrulla, Jeff estaba pensando en regresar a nado, y si las
           corrientes no hubiesen cambiado mucho habría podido atravesar el canal con bastante
           facilidad.





               Jean y George habían estado mirando cuando el tsunami golpeó la isla. Aunque

           los  daños  en  las  zonas  más  bajas  de  Atenas  habían  sido  severos,  no  había  habido
           desgracias personales. Los sismógrafos habían dado aviso con una anticipación de
           sólo  quince  minutos,  pero  eso  bastó  para  que  todos  se  pusieran  a  salvo.  Ahora  la

           colonia estaba curándose las heridas y reuniendo una colección de leyendas que los
           años harían más y más espeluznantes.
               Jean estalló en sollozos cuando le devolvieron a su hijo, pues tenía la seguridad

           de que el mar se lo había llevado. Había visto, horrorizada, como el negro muro de
           agua, con su capa de espuma, había venido desde el horizonte a golpear la base de la
           isla. Parecía imposible que Jeff se hubiera salvado.

               No  era  raro  que  el  niño  no  pudiese  hacer  un  relato  coherente  de  lo  ocurrido.
           Después de cenar, y cuando ya estaba a salvo en cama, Jean y George se sentaron a
           sus pies.

               —Duérmete, querido, y no pienses más —dijo Jean— ya ha pasado todo.
               —Pero fue divertido, mamá —protestó Jeff—. No estaba realmente asustado.
               —Magnífico —dijo George—. Eres un chico valiente. Por suerte no perdiste la

           cabeza  y  corriste  a  tiempo.  He  oído  hablar  de  esas  olas.  Muchas  gentes  mueren
           ahogados por salir a la playa a ver qué pasa.
               —Eso es lo que hice —confesó Jeff—. Me pregunto quién me habrá ayudado.

               —¿Qué quieres decir? No había nadie contigo. Los otros muchachos estaban en la
           colina.
               Jeff parecía perplejo.

               —Pero alguien me dijo que corriese.
               Jean y George se miraron con cierta alarma.
               —¿Quieres decir que imaginaste oír algo?

               —Oh, no lo molestes más —dijo Jean con ansiedad, y muy rápidamente. Pero
           George era porfiado.
               —Un momento. Cuéntame todo lo que pasó, Jeff.

               —Bueno, yo estaba allí en la playa, junto a ese barco, cuando oí la voz.


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