Page 124 - El fin de la infancia
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—Nada permite suponer la existencia de alguna anormalidad. Tenga en cuenta
           que  el  niño  acaba  de  pasar  por  una  experiencia  terrible,  y  ha  salido  de  ella
           notablemente bien. Es un niño muy imaginativo, y quizá cree que dice la verdad. Así

           que acepte la historia, y no se preocupe si no aparecen otros síntomas. En ese caso
           llámeme en seguida.
               Esa misma noche Jean comunicó el veredicto a su marido. George no se mostró

           muy contento, y Jean atribuyó su preocupación a los destrozos sufridos por su amado
           teatro.
               —Muy bien —se limitó a gruñir George y se puso a hojear el último número de

           La escena y el taller. Parecía como si hubiese perdido todo interés en el asunto, y Jean
           se sintió molesta.
               Pero tres semanas más tarde, cuando se reabrió el camino, George y su bicicleta

           se encaminaron hacia Esparta. Trozos de coral cubrían las arenas y había un hueco en
           la hilera de los arrecifes. George se preguntó cuánto tiempo tardarían las miríadas de

           pacientes pólipos en reparar esos daños.
               Sólo un sendero llevaba a la cima de los acantilados, y una vez que recobró el
           aliento, George comenzó la ascensión. Unas algas secas, atrapadas entre las piedras,
           señalaban el límite alcanzado por la ola.

               George contempló largo rato, de pie en aquel solitario sendero, el sitio donde se
           veían las huellas de una roca hundida. Trató de decirse a sí mismo que se trataba de

           algún  capricho  volcánico,  pero  abandonó  enseguida  su  idea.  Su  mente  volvió  a
           aquella  noche,  años  atrás,  en  la  que  se  había  unido,  junto  con  Jean,  al  tonto
           experimento  de  Rupert.  Nadie  había  entendido  de  veras  qué  había  pasado,  pero
           George sabía, de algún modo, que esos dos sucesos tenían cierta relación. Primero,

           Jean; luego, su hijo. No supo si tenía que sentirse asustado o contento y murmuró
           entre dientes una silenciosa plegaria:

               —Gracias, Karellen, por lo que tu gente ha hecho por Jeff. Pero me gustaría saber
           por qué lo hicieron.
               Bajó lentamente a la playa y las grandes gaviotas blancas volaron a su alrededor,
           decepcionadas al ver que no les arrojaba un poco de comida.


























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