Page 128 - El fin de la infancia
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El doctor Sen no insistió. El tono de la respuesta no invitaba a seguir indagando.
           Además, habían llegado en ese momento a la Academia donde los esperaba un grupo
           de pedagogos dispuestos a afilar sus ingenios ante un verdadero superseñor.

               —Como le habrá dicho nuestro distinguido colega —comentó el profesor Chance,
           decano de la Universidad— queremos que las mentes de nuestros ciudadanos estén
           siempre alertas, y puedan desarrollar así sus verdaderas potencialidades. Fuera de esta

           colonia —su ademán indicó y rechazó el resto del globo— temo que la raza humana
           haya perdido su iniciativa. Tiene paz, tiene bienestar, pero no tiene horizontes.





               —En cambio aquí, naturalmente... —intervino con suavidad el superseñor.
               El profesor Chance, a quien le faltaba el sentido del humor, y lo sabía, miró con

           desconfianza a su visitante.
               —No pensamos —continuó— que el ocio sea un pecado. Pero no creemos que
           baste ser un público pasivo. Todos en esta isla tienen una ambición que puede ser

           resumida  de  un  modo  muy  simple.  Es  la  de  hacer  algo,  aunque  sea  algo  muy
           pequeño, mejor que los demás. Claro, se trata de un ideal que no todos alcanzamos.
           Pero en este mundo moderno lo importante es tener un ideal. Alcanzarlo o no es casi

           indiferente.
               El inspector no parecía inclinado a hacer comentarios. Se había sacado sus ropas
           protectoras, pero tenía puestos todavía los anteojos oscuros, aunque la luz del cuarto

           era bastante débil. El decano se preguntó si serían fisiológicamente necesarios o sólo
           un  disfraz.  Ciertamente,  hacían  casi  imposible  la  ya  difícil  tarea  de  leer  los
           pensamientos del superseñor. Este, sin embargo, no parecía oponerse a las desafiantes

           declaraciones  que  se  le  habían  hecho,  ni  a  las  críticas  que  esas  declaraciones
           implicaban.
               El  decano  estaba  a  punto  de  volver  al  ataque  cuando  el  jefe  del  departamento

           científico decidió participar en la lucha.
               —Como usted sin duda sabe, señor, uno de los mayores problemas de nuestra
           cultura ha sido el de la dicotomía que separa el arte de la ciencia. Me gustaría de

           veras conocer sus puntos de vista a este respecto. ¿Está usted de acuerdo con los que
           afirman que todos los artistas son anormales? ¿Qué sus obras —o por lo menos el
           impulso que engendra sus obras— son el resultado de alguna profunda insatisfacción

           psicológica?
               El profesor Chance se aclaró la garganta, pero el inspector se le adelantó.
               —Dicen  ustedes  que  todos  los  hombres  son  artistas  hasta  cierto  punto,  de  tal

           modo que no hay nadie incapaz de crear algo, aunque sea algo primitivo. Ayer, en las
           escuelas, por ejemplo, advertí el énfasis con que se insiste en la expresión personal,
           tanto en el dibujo como en la pintura y el modelado. Ese estímulo parece alcanzar a

           todos, aun a aquellos destinados a ser hombres de ciencia. De modo que si todos los


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