Page 135 - El fin de la infancia
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claros y simples. Se trataba, solamente, de que el niño era incapaz de comunicar sus
experiencias. Sin embargo, algo era indudable...
Espacio, ningún planeta, ningún paisaje alrededor, ningún mundo a sus pies. Sólo
las estrellas en la noche de terciopelo, y ante ellas un enorme sol rojo que latía como
un corazón. Grande y tenue en un determinado momento, se encogía luego
lentamente, brillando a la vez, como si alguien añadiese combustible a los fuegos
interiores. El color recorría todas las franjas del espectro, hasta la raya del amarillo, y
luego el ciclo volvía a repetirse, hacia atrás. La estrella se expandía y enfriaba,
haciéndose otra vez una nube desgarrada y roja...
(—Una estrella variable pulsátil típica —dijo Rashaverak ansiosamente—. Y
vista desde una tremenda aceleración temporal. No puedo identificarla con precisión,
pero la estrella que más se le parece es Rhamsandron 9. O podría ser Pharanidon 12.
—Una u otra —replicó KarelIen—, está alejándose de la Tierra.
—Está alejándose mucho —dijo Rashaverak...)
Podría haber sido la Tierra. Un sol blanco pendía de un cielo azul manchado de
nubes, que corrían ante una tormenta. Una colina descendía suavemente hacia un
océano espumoso mordido por un viento voraz. Sin embargo nada se movía; era una
escena inmóvil, como vista a la luz de un relámpago. Y lejos, muy lejos, en el
horizonte, había algo que no era terrestre: una hilera de columnas envueltas en niebla
que se afilaban ligeramente al salir del océano y se perdían en las nubes. Se alineaban
con perfecta precisión a lo largo del borde del planeta... demasiado grandes para ser
artificiales; demasiado regulares para ser naturales.
(—Sideneo 4 y los Pilares del Alba —dijo Rashaverak, y había angustia en su voz
—. Ha llegado al centro del universo.
—Y apenas ha iniciado el viaje —respondió Karellen.)
El planeta era totalmente chato. Su enorme gravedad había reducido, hacía ya
mucho tiempo, a una llanura uniforme las montañas de su orgullosa juventud...
montañas cuyos picos nunca habían pasado de unos cuantos metros de altura. Sin
embargo había vida aquí, pues la superficie del planeta estaba cubierta por una
miríada de figuras geométricas que se arrastraban, se movían y cambiaban de color.
Era un mundo de dos dimensiones, habitado por seres que no tenían más que una
fracción de centímetro de alto.
Y en aquel cielo había un sol que un fumador de opio, en el más extraño de sus
sueños, no hubiese podido imaginar. Demasiado caliente para ser blanco, era como un
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