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AUTOR                                                                                               Libro
               —señaló. Me sorprendió que hubiera reconocido quién era a esa distancia.
                     —Quiero intentarlo —insistí, y me volví para salir de nuevo del coche.
                     Jacob me agarró de la muñeca.
                     —Pero no hoy, ¿vale? ¿No podríamos esperar por lo menos a un día más cálido?
                     —Vale, de acuerdo —asentí, ya que estaba de acuerdo en eso. Al abrir la puerta,
               la brisa helada me estaba poniendo la carne de gallina—. Pero quiero ir pronto.
                     —Pronto —puso los ojos en blanco—. Algunas veces te comportas de una
               manera muy rara, Bella. ¿Lo sabes, no?
                     Suspiré.
                     —Sí.
                     —No saltaremos desde lo más alto.
                     Miré fascinada la forma en que el tercer chico tomaba carrerilla y se alzaba en el
               aire a más distancia que los otros dos. Giró sobre sí mismo y dio una voltereta lateral
               mientras caía, como si estuviera haciendo paracaidismo acrobático. Parecía disfrutar
               de una libertad absoluta, irreflexiva y completamente irresponsable.
                     —Vale —acordé—. Al menos, no la primera vez.
                     Ahora fue Jacob el que suspiró.
                     —¿Vamos a probar ahora las motos o no? —inquirió.
                     —Vale,  venga  —contesté,   apartando   con   dificultad  la   mirada   de  la   última
               persona que aguardaba en el acantilado. Me abroché otra vez el cinturón y cerré la
               puerta. El motor seguía encendido, rugiendo, a pesar de estar al ralentí. Volvimos a
               la carretera otra vez.
                     —Bueno, ¿y quiénes eran esos chicos, los locos? —le pregunté.

                     Él hizo un sonido de disgusto que salió de lo más hondo de su garganta.
                     —La banda de La Push.
                     —¿Tenéis   una   banda?   —pregunté.   Me   di   cuenta   de   que   sonaba   como   si
               estuviese impresionada por ello.
                     Mi reacción le dio risa.
                     —Bueno, no tanto como eso. Te lo juro, son como vigilantes jurados que se
               hubieran vuelto locos. No arman peleas, se dedican a mantener la paz —bufó—. Por
               ejemplo, mira lo que pasó con aquel chico que vino de algún sitio cerca de la reserva
               de Makah, uno bien grande, con una pinta que daba miedo. Bueno, se corrió el
               rumor de que vendía alcohol a los críos y Sam Uley y sus discípulos le echaron de
               nuestras tierras. Se pasan todo el día hablando de nuestra tierra, el orgullo de la
               tribu... Es algo ridículo. Lo peor del asunto es que el consejo los toma en serio. Embry
               me dijo que el consejo suele mantener reuniones con Sam —sacudió la cabeza con el
               rostro   lleno   de   resentimiento—.   Embry   también   oyó,   porque   se   lo   contó   Leah
               Clearwater, que se llaman a sí mismos «protectores» o algo parecido.
                     Las manos de Jacob se habían convertido en puños, como si deseara golpear a
               alguien. Nunca había visto este otro lado suyo.
                     Me sorprendió escuchar el nombre de Sam Uley. No quería volver a evocar las
               imágenes de mi pesadilla, así que hice una observación rápida para distraerme.
                     —A ti no te gustan demasiado.




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