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MENTE VERSUS CUERPO



                      Tuve que admitir que Edward conducía bien cuando iba a una velocidad razonable.
               Como tantas otras cosas, la conducción no parecía requerirle ningún esfuerzo. Aunque apenas
               miraba a la carretera, los neumáticos nunca se desviaban más de un centímetro del centro de
               la senda. Conducía con una mano, sosteniendo la mía con la otra. A veces fijaba la vista en el
               sol  poniente,  otras  en  mí,  en  mi  rostro,  en  mi  pelo  expuesto  al  viento  que  entraba  por  la
               ventana abierta, en nuestras manos unidas.
                      Había  cambiado  el  dial  de  la  radio  para  sintonizar  una  emisora  de  viejos  éxitos  y
               cantaba una canción que no había oído en mi vida. Se sabía la letra entera.
                      — ¿Te gusta la música de los cincuenta?
                      —En los cincuenta, la música era buena, mucho mejor que la de los sesenta,  y los
               setenta... ¡Buaj! —se estremeció—. Los ochenta fueron soportables.
                      — ¿Vas a decirme alguna vez cuántos años tienes? —pregunté, indecisa, sin querer
               arruinar su optimismo.
                      — ¿Importa mucho?
                      Para mi gran alivio, su sonrisa se mantuvo clara.
                      —No,  pero  me  lo  sigo  preguntando...  —hice  una  mueca—.  No  hay  nada  como  un
               misterio sin resolver para mantenerte en vela toda la noche.
                      —Me pregunto si te perturbaría... —comentó para sí.
                      Fijó la mirada en el sol, pasaron los minutos y al final dije:
                      —Ponme a prueba.
                      Suspiró. Luego me miró a los ojos, olvidándose al parecer, y por completo, del camino
               durante un buen rato. Fuera lo que fuese lo que viera en ellos, debió de animarle. Clavó la
               vista en el sol —la luz del astro rey al ponerse arrancaba de su piel un centelleo similar al de
               los rubíes— y comenzó a hablar.
                      —Nací en Chicago en 1901 —hizo una pausa y me miró por el rabillo del ojo. Puse
               mucho cuidado en que mi rostro no mostrara sorpresa alguna, esperando el resto de la historia
               con paciencia. Esbozó una leve sonrisa y prosiguió—: Carlisle me encontró en un hospital en
               el verano de 1918. Tenía diecisiete años y me estaba muriendo de gripe española.
                      Me  oyó  inhalar  bruscamente,  aunque  apenas  era  audible  para  mí  misma.  Volvió  a
               mirar mis ojos.
                      —No me acuerdo muy bien. Sucedió hace mucho tiempo y los recuerdos humanos se
               desvanecen —se sumió en sus propios pensamientos durante un breve lapso de tiempo antes
               de continuar—. Recuerdo cómo me sentía cuando Carlisle me salvó. No es nada fácil ni algo
               que se pueda olvidar.
                      — ¿Y tus padres?
                      —Ya habían muerto a causa de la gripe. Estaba solo. Me eligió por ese motivo. Con
               todo el caos de la epidemia, nadie iba a darse cuenta de que yo había desaparecido.
                      — ¿Cómo...? ¿Cómo te salvó?
                      Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera. Parecía estar eligiendo las
               palabras con sumo cuidado.
                      —Fue  difícil.  No  muchos  de  nosotros  tenemos  el  necesario  autocontrol  para
               conseguirlo, pero Carlisle siempre ha sido el más humano y compasivo de todos. Dudo que se




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