Page 224 - Crepusculo 1
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El servicio de autobús del hotel Hyatt acababa de cerrar las puertas a pocos pasos de
               donde me encontraba.
                     — ¡Espere! ——grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.
                     —Éste es el autobús del Hyatt —dijo el conductor confundido al abrir la puerta.
                     —Sí.  Allí  es  adonde  voy  —contesté  con  la  respiración  entrecortada,  y  subí
               apresuradamente los escalones.
                     Al no llevar equipaje, me miró con desconfianza, pero luego se encogió de hombros y
               no se molestó en hacerme más preguntas.
                     La  mayoría  de  los  asientos  estaban  vacíos.  Me  senté  lo  más  alejada  posible  de  los
               restantes viajeros y miré por la ventana, primero a la acera y después al aeropuerto, que se iba
               quedando atrás. No pude evitar imaginarme a Edward de pie al borde de la calzada, en el
               lugar exacto donde se perdía mi pista. No puedes llorar aún, me dije a mí misma. Todavía me
               quedaba un largo camino por recorrer.
                     La suerte siguió sonriéndome. En frente del Hyatt, una pareja de aspecto fatigado estaba
               sacando  la  última  maleta  del  maletero  de  un  taxi.  Me  bajé  del  autobús  de  un  salto  e
               inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento de atrás. La cansada pareja
               y el conductor del autobús me miraron fijamente.
                     Le indiqué al sorprendido taxista las señas de mi madre.
                     —Necesito llegar aquí lo más pronto posible.
                     —Pero esto está en Scottsdale —se quejó.
                     Arrojé cuatro billetes de veinte sobre el asiento.
                     — ¿Es esto suficiente?
                     —Sí, claro, chica, sin problema.
                     Me recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el regazo. Las calles de la ciudad,
               que me resultaba tan familiar, pasaban rápidamente a nuestro lado, pero no me molesté ni en
               mirar por la ventanilla. Hice un gran esfuerzo por mantener el control y estaba resuelta a no
               perderlo llegada a aquel punto, ahora que había completado con éxito mi plan. No merecía la
               pena  permitirme  más  miedo  ni  más  ansiedad.  El  camino  estaba  claro,  y  sólo  tenía  que
               seguirlo.
                     Así  pues,  en  lugar  de  eso  cerré  los  ojos  y  pasé  los  veinte  minutos  de  camino
               creyéndome con Edward en vez de dejarme llevar por el pánico.
                     Imaginé que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé
               cómo me pondría de puntillas para verle el rostro lo antes posible, y la rapidez y el garbo con
               que él se deslizaría entre el gentío. Entonces, tan impaciente como siempre, yo recorrería a
               toda  prisa  los  pocos  metros  que  me  separaban  de  él  para  cobijarme  entre  sus  brazos  de
               mármol, al fin a salvo.
                     Me pregunté adonde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que él pudiera estar al
               aire libre durante el día, o quizás a algún paraje remoto en el que nos hubiéramos tumbado al
               sol, juntos otra vez. Me lo imaginé en la playa, con su piel destellando como el mar. No me
               importaba cuánto tiempo tuviéramos que ocultarnos. Quedarme atrapada en una habitación de
               hotel con él sería una especie de paraíso, con la cantidad de preguntas que todavía tenía que
               hacerle.  Podría  estar  hablando  con  él  para  siempre,  sin  dormir  nunca,  sin  separarme  de  él
               jamás.
                     Vislumbré con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a
               pesar del horror y la desesperanza, me sentí feliz. Estaba tan inmersa en mi ensueño escapista
               que perdí la noción del tiempo transcurrido.
                     —Eh, ¿qué número me dijo?
                     La  pregunta  del  taxista  pinchó  la  burbuja  de  mi  fantasía,  privando  de  color  mis
               maravillosas ilusiones vanas. El miedo, sombrío y duro, estaba esperando para ocupar el vacío
               que aquéllas habían dejado.




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