Page 225 - Crepusculo 1
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—Cincuenta y ocho —contesté con voz ahogada.
Me miró nervioso, pensando que quizás me iba a dar un ataque o algo parecido.
—Entonces, hemos llegado.
El taxista estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la
esperanza de que no le pidiera las vueltas.
—Gracias —susurré.
No hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía apresurarme.
Mamá me esperaba aterrada, y dependía de mí.
Subí corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave de
debajo del alero. Abrí la puerta. El interior permanecía a oscuras y deshabitado, todo en
orden. Volé hacia el teléfono y encendí la luz de la cocina en el trayecto. En la pizarra blanca
había un número de diez dígitos escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé
los botones del teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de
nuevo. En esta ocasión me concentré sólo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una por una.
Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa. Sólo sonó una
vez.
—Hola, Bella ——contestó James con voz tranquila—. Lo has hecho muy deprisa.
Estoy impresionado.
— ¿Se encuentra bien mi madre?
—Está estupendamente. No te preocupes, Bella, no tengo nada contra ella. A menos que
no vengas sola, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertido.
—Estoy sola.
Nunca había estado más sola en toda mi vida.
—Muy bien. Ahora, dime, ¿conoces el estudio de ballet que se encuentra justo a la
vuelta de la esquina de tu casa?
—Sí, sé cómo llegar hasta allí.
—Bien, entonces te veré muy pronto.
Colgué.
Salí corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor achicharrante de la calle.
No había tiempo para volver la vista atrás y contemplar mi casa. Tampoco deseaba
hacerlo tal y como se encontraba ahora, vacía, como un símbolo del miedo en vez de un
santuario. La última persona en caminar por aquellas habitaciones familiares había sido mi
enemigo.
Casi podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran eucalipto
donde solía jugar de niña; o arrodillada en un pequeño espacio no asfaltado junto al buzón de
correos, un cementerio para todas las flores que había plantado. Los recuerdos eran mejores
que cualquier realidad que hoy pudiera ver, pero aun así, los aparté de mi mente rápidamente
y me encaminé hacia la esquina, dejándolo todo atrás.
Me sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener el
equilibrio sobre el cemento. Tropecé varias veces, y en una ocasión me caí. Me hice varios
rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para amortiguar la caída. Luego me
tambaleé, para volver a caerme, pero finalmente conseguí llegar a la esquina. Ya sólo me
quedaba otra calle más. Corrí de nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me
quemaba la piel; brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba. Me
sentía peligrosamente vulnerable. Añoré la protección de los verdes bosques de Forks, de mi
casa, con una intensidad que jamás hubiera imaginado.
Al doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que
conservaba el mismo aspecto exterior que recordaba. La plaza de aparcamiento de la parte
delantera estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr—más,
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