Page 49 - Crepusculo 1
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El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me
               puse en pie de un salto.
                     —Vamos a llegar tarde.
                     —Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas
               podía verse.
                     — ¿Por qué no?
                     —Es saludable hacer novillos de vez en cuando —dijo mientras me sonreía, pero en sus
               ojos relucía la preocupación.
                     —Bueno, yo sí voy.
                     Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el
               tapón.
                     —En ese caso, te veré luego.
                     Indecisa,  vacilé,  pero  me  apresuré  a  salir  en  cuanto  sonó  el  primer  toque  del  timbre
               después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.
                     Mientras  me  dirigía  a  clase,  casi  a  la  carrera,  la  cabeza  me  daba  vueltas  a  mayor
               velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación
               con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.
                     Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé
               rápidamente  en  mi  asiento,  consciente  de  que  tanto  Mike  como  Angela  no  dejaban  de
               mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.
                     Entonces  entró  en  clase  el  señor  Banner  y  llamó  al  orden  a  los  alumnos.  Hacía
               equilibrios  para sostener en brazos  unas  cajitas de cartón.  Las  soltó encima de la mesa de
               Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.
                     —De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.
                     El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal
               augurio.
                     —El  primero  contiene  una  tarjeta  de  identificación  del  grupo  sanguíneo  —continuó
               mientras  tomaba  una  tarjeta  blanca  con  las  cuatro  esquinas  marcadas  y  la  exhibía—.  En
               segundo lugar, tenemos  un aplacador de cuatro puntas  —sostuvo en alto algo similar a un
               peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula
               pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se
               me revolvió estómago.
                     —Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo
               que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike,
               depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con
               cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.
                     Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta.
               Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.
                     —Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración.
               Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago
               se revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.
                     Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré
               los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.
                     —El  próximo  fin  de  semana,  la  Cruz  Roja  se  detiene  en  Port  Angeles  para  recoger
               donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro
               grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a
               necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.
                     Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura
               superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran






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