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probablemente, también los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excursión. Me pregunté si
               aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Edward Cullen. Tampoco se lo iba a decir.
                     —Papá —pregunté como por casualidad—, ¿conoces un lugar llamado Goat Rocks, o
               algo parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.
                     —Sí... ¿Por qué?
                     Me encogí de hombros.
                     —Algunos chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
                     —No es buen lugar para acampar —parecía sorprendido—. Hay demasiados osos. La
               mayoría de la gente acude allí durante la temporada de caza.
                     —Oh —murmuré—, tal vez haya entendido mal el nombre.
                     Pretendía  dormir  hasta  tarde,  pero  un  insólito  brillo  me  despertó.  Abrí  los  ojos  y  vi
               entrar a chorros por la ventana una límpida luz amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a
               ir  a  la  ventana  para  comprobarlo,  y  efectivamente,  allí  estaba  el  sol.  Ocupaba  un  lugar
               equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan cercano como de costumbre, pero era
               el sol, sin duda. Las nubes se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía
               una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa de que el azul del
               cielo volviera a desaparecer en cuanto me fuera.
                     La tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba al extremo norte del
               pueblo.  La había visto con anterioridad, pero nunca me había detenido allí  al  no necesitar
               ningún artículo para estar al aire libre durante mucho tiempo. En el aparcamiento reconocí el
               Suburban  de  Mike  y  el  Sentra  de  Tyler.  Vi  al  grupo  alrededor  de  la  parte  delantera  del
               Suburban mientras aparcaba junto a ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de otros
               dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que se llamaban Ben y Conner.
               Jess  también  estaba,  flanqueada  por  Angela  y  Lauren.  Las  acompañaban  otras  tres  chicas,
               incluyendo  una  a  la  que  recordaba  haberle  caído  encima  durante  la  clase  de  gimnasia  del
               viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando bajé del coche, y le susurró algo a Lauren,
               que se sacudió la dorada melena y me miró con desdén.
                     De modo que aquél iba a ser uno de esos días.
                     Al menos Mike se alegraba de verme.
                     — ¡Has venido! —gritó encantado—. ¿No te dije que hoy iba a ser un día soleado?
                     —Y yo te dije que iba a venir —le recordé.
                     —Sólo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas invitado a alguien
               —agregó.
                     —No —mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me descubriera y deseando al
               mismo tiempo que ocurriese un milagro y apareciera Edward.
                     Mike pareció satisfecho.
                     — ¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre de Lee.
                     —Claro.
                     Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike!
                     —Podrás  sentarte  junto  a  la  ventanilla  —me  prometió.  Oculté  mi  mortificación.  No
               resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a Jessica al mismo tiempo. Ya la veía mirándonos
               ceñuda.
                     No  obstante,  el  número  jugaba  a  mi  favor.  Lee  trajo  a  otras  dos  personas  más  y  de
               repente se necesitaron todos los asientos. Me las arreglé para situar a Jessica en el asiento
               delantero del Suburban, entre Mike y yo. Mike podía haberse comportado con más elegancia,
               pero al menos Jess parecía aplacada.
                     Entre  La  Push  y  Forks  había  menos  de  veinticinco  kilómetros  de  densos  y  vistosos
               bosques verdes que bordeaban la carretera. Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso
               río Quillayute. Me alegré de tener el asiento de la ventanilla. Giré la manivela para bajar el






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