Page 60 - Crepusculo 1
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cristal —el Suburban resultaba un poco claustrofóbico con nueve personas dentro— e intenté
               absorber tanta luz solar como me fue posible.
                     Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces durante mis vacaciones en
               Forks con Charlie, por lo que ya me había familiarizado con la playa en forma de media luna
               de más de kilómetro  y  medio de First  Beach. Seguía siendo impresionante. El agua de un
               color  gris oscuro, incluso cuando la bañaba la luz del  sol,  aparecería  coronada de espuma
               blanca  mientras  se  mecía  pesadamente  hacia  la  rocosa  orilla  gris.  Las  paredes  de  los
               escarpados acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas  del  malecón metálico. Estos
               alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se elevaban hacia
               el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del agua, detrás de
               la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un
               gris  uniforme,  pero  de  cerca  tenían  todos  los  matices  posibles  de  una  piedra:  terracota,
               verdemar, lavanda, celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa
               estaba sembrada de árboles de color ahuesado —a causa de la salinidad marina— arrojados a
               la costa por las olas.
                     Una fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los pelícanos flotaban sobre las
               ondulaciones  de  la  marea  mientras  las  gaviotas  y  un  águila  solitaria  las  sobrevolaban  en
               círculos. Las nubes seguían trazando un círculo en el firmamento, amenazando con invadirlo
               de  un  momento  a  otro,  pero,  por  ahora,  el  sol  seguía  brillando  espléndido  con  su  halo
               luminoso en el azul del cielo.
                     Elegimos un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo hacia un círculo de lefios
               arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los habían utilizado antes para acampadas
               como la nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una fogata cubierto con cenizas negras.
               Eric y el chico que, según creía, se llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más
               secos que se apilaban al borde del bosque,  y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi
               encima de los viejos rescoldos.
                     —  ¿Has  visto  alguna  vez  una  fogata  de  madera  varada  en  la  playa?  —me  preguntó
               Mike.
                     Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo se congregaban las
               demás  chicas,  que  chismorreaban  animadamente.  Mike  se  arrodilló  junto  a  la  hoguera  y
               encendió una rama pequeña con un mechero.
                     —No —reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en llamas contra el tipi.
                     —Entonces, te va a gustar... Observa los colores.
                     Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas comenzaron a lamer con
               rapidez la lefia seca.
                     — ¡Es azul! —exclamé sorprendida.
                     —Es a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?
                     Encendió otra más  y la colocó allí donde el fuego no había prendido  y luego vino a
               sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica estaba junto a él, al otro lado. Se volvió hacia Mike y
               reclamó su atención. Contemplé las fascinantes llamas verdes y azules que chisporroteaban
               hacia el cielo.
                     Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar una caminata hasta
               las marismas cercanas. Era un dilema. Por una parte, me encantan las pozas que se forman
               durante la bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas cosas que me hacían
               ilusión  cuando  debía  venir  a  Forks,  pero,  por  otra,  también  me  caía  dentro  un  montón  de
               veces. No es un buen trago cuando se tiene siete años y estás con tu padre. Eso me recordó la
               petición de Edward, de que no me cayera al mar.
                     Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que calzaba unos zapatos nada
               adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras chicas, incluidas Jessica y Angela, decidieron
               quedarse  también  en  la  playa.  Esperé  a  que  Tyler  y  Eric  se  hubieran  comprometido  a




                                                                                                  — 60 —
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