Page 71 - Crepusculo 1
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bajé las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué tiempo hacía y salí por
la puerta pisando fuerte.
Estaba nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este,
cruzando el patio de la casa de Charlie en dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera adentrado en él lo suficiente para
que la casa y la carretera desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la
tierra húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los arrendajos.
La estrecha franja de un sendero discurría a lo largo del bosque; de lo contrario no me
hubiera arriesgado a vagabundear de aquella manera por mis propios medios, ya que carecía
de sentido de la orientación y era perfectamente capaz de perderme en parajes mucho menos
alambicados. El sendero se adentraba más y más en el corazón del bosque, incluso puedo
aventurar que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los
tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto
sabía se lo debía a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del
coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los identificaba y de otros no estaba del
todo segura porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a
desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas,
pero no estaba segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de la lluvia del día
anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un
árbol caído recientemente —sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de
musgo— descansaba sobre el tronco de uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación
de una especie de banco no muy alto a pocos —y seguros— pasos del sendero. Llegué hasta
él saltando con precaución por encima de los heléchos y me senté colocando la chaqueta de
modo que estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la
capucha, contra el árbol vivo.
Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿a
qué otro sitio podía ir? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del
sueño de la última noche para alcanzar la paz de espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de
mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados
y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo,
estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los heléchos sobrepasaba la de mi
cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de distancia sin
verme.
Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me
avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y
todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho más verosímiles en
medio de aquella calima verde que en mi despejado dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice
a regañadientes.
Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Jacob me había dicho sobre los
Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa. Resultaba estúpido y
mórbido entretenerse con unas ideas tan ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me
pregunté. No había una explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice
recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su
fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la
belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado
nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego
estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban
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