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Cloe observó a su compañera y la imitó. Había más salineros, unos recogían sal gruesa; otro, fina, y
ella, la flor. A Cloe le gustaba trabajar al aire libre y sentir el calor del sol y la brisa del océano.
Cerró los ojos y respiró profundamente. Al abrirlos, aún olía el océano, pero un estruendoso ruido la
sobresaltó.
—¡Rápido! ¡Mira por esta grieta!
Ante Cloe, un abismo de vértigo se abría entre dos grandes rocas. El ruido crecía cada vez más.
Centró la mirada y vio cómo el mar entraba y rellenaba parte de la grieta. A la chica le pareció que el
océano estaba enfadado con la roca y venía a regañarle. ¡Qué bramido!
—Lo llaman “El Pozo del Infierno”. Cuando sube la marea, el océano se filtra entre las rocas a toda
velocidad.
A Cloe le entró un escalofrío por el cuerpo: el rugir y el nombre del lugar no le daban buena espina.
—¿Hay algo más tranquilo por aquí cerca?
Y así fue como se encontró en las calles de “Île Penotte”, que no era una isla, sino un barrio de Sables
d´Olonne, una localidad costera muy turística. Las calles estaban empedradas y había mosaicos muy
decorativos. Cloe corría a admirar unos y otros, impresionada. Se encontraba rodeada de seres
mitológicos y personajes fantásticos. En la puerta de una casa decorada, se hallaba una señora, con
una copa de vino blanco de la región y un plato lleno de moluscos en su concha. La mujer observaba
el ir y venir de la chica, su cara de entusiasmo y sus demostraciones de alegría.