Page 128 - veinte mil leguas de viaje submarino
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mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los
                  museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.

                   Bueno  dijo Ned Land , si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no
                  está destinado a ser comido no lo veo mal.

                  Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo
                  mismo con los del cazador cana-diense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land
                  pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un barí outang como lo llaman los naturales.
                  Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica
                  carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo.
                  El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.

                  El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus en-trañas y extrajo media docena de
                  chuletas destinadas a ase-gurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, conti-nuamos
                  la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.

                  En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que
                  levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su
                  huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléc-tricas no detuvieran a algunos
                  en su carrera.

                    ¡Ah, señor profesor!  exclamó Ned Land, a quien exalta-ba el ardor de la caza , ¡qué
                  carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el Nautilusi ¡Dos... tres....
                  cin-co ... ! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a
                  bordo no van a probarla!

                  Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado
                  a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que for-man el
                  primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.

                  Eran de pequeña talla, una especie de los «canguros co-nejo», que se alojan habitualmente
                  en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de
                  des-plazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy esti-mable.

                  Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al
                  día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpe-dos
                  comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a so-brevenir.

                  A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la pla-ya. Nuestra canoa estaba varada
                  en su lugar habitual. El Nautilus emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de
                  la costa.

                  Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de
                  bari outang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire...
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