Page 131 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Tranquilícese, señor profesor, no hay por qué preocu-parse.

                  -Pero, estos indígenas son muy numerosos.

                   ¿Cuantos ha contado?

                  -Tal vez un centenar.

                   Señor Aronnax -respondió el capitán Nemo, cuyos de-dos se habían posado nuevamente
                  sobre el teclado del órga-no , aunque todos los indígenas de la Papuasia se reunieran en
                  esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al Nau-tilus.

                  Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo
                  golpeaba las teclas ne-gras, lo que daba a sus melodías un color típicamente esco-cés.
                  Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoña-ción que no traté de disipar.

                  Subí a la plataforma. Había sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se
                  pone rápidamente, sin cre-púsculo. Se veía ya muy confusamente el perfil de la isla
                  Gue-boroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los
                  indígenas no pensaban abandonarla.

                  Permanecí así, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos indígenas, ya sin temor,
                  ganado por la imperturba-ble confianza del capitán. Les olvidé pronto, para admirar los
                  esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento voló
                  a Francia, que habría de ser iluminada por aquéllas dentro de unas horas.

                  La luna resplandecía en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pensé que el fiel y
                  complaciente satélite ha-bría de volver a este mismo lugar dos días después para le-vantar
                  las aguas y arrancar al Nautilus de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo
                  estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, bajé a mi camarote y me dormí
                  apaciblemente.

                  Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del mons-truo encallado er la bahía debía
                  atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofre-cían
                  un fácil acceso a su interior.

                  El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.

                  A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y
                  sus cimas después.

                  Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o
                  seiscientos. Aprovechán-dose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas
                  de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nauti-lus. Los distinguía fácilmente. Eran
                  verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente
                  ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con
                  que teñían su cabelle-ra lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los
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