Page 126 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acos-tumbrado a manejar el arpón que el
fusil.
Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pája-ros con los chinos, se sirven para
su captura de diversos me-dios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea
en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árbo-les en que estas aves suelen buscar
su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a
en-venenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban
limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y,
en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.
Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que
forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El
hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido
una imprudencia. Pero, afor-tunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató
dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que,
rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras
se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del arto-carpo. Devoramos las palomas hasta los
huesos, encontrán-dolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan per-fuma su
carne dándole un sabor delicioso.
Es como si los pollos se alimentaran de trufas dijo Conseil.
Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?
Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palo-mas no son más que un entremés
para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.
Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.
Continuemos, pues, la cacería intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar.
Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.
Era un consejo sensato, y lo adoptamos.
Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdade-ro bosque de sagús. Algunas
inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos
huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó
súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.
¡Ah! ¡Bravo, Conseil! exclamé, entusiasmado.
Créame que no vale la pena de...
¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!