Page 134 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Nos hallábamos absortos Conseil y yo en la contempla-ción de nuestro tesoro, con el que
                  esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un indíge-na, rompió
                  el precioso objeto en la mano de Conseil.

                  Mientras yo lanzaba un grito de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil y apuntó
                  con él a un salvaje que agita-ba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedir-le
                  que disparara, pero no pude y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo
                  del indígena.

                   ¡Conseil!  grité . ¡Conseill

                   ¡Y qué! ¿No ve el señor que ha sido el caníbal el que ha comenzado el ataque?

                   Una concha no vale la vida de un hombre  le dije.

                   ¡Ah, el miserable!  exclamó Conseil . ¡Hubiera preferi-do que me hubiera roto el
                  hombro!

                  Conseil era sincero al hablar así, pero yo no compartía su opinión.

                  La situación había cambiado desde hacía algunos instan-tes, sin que nos hubiéramos dado
                  cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. Las piraguas, largas
                  y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equi-libraban por medio de un doble
                  balancín de bambú que flo-taba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las
                  manejaban con habilidad, y yo los veía avanzar no sin in-quietud.

                  Era evidente que los indígenas habían tenido ya relación con los europeos y que conocían
                  sus navíos. Pero ¿qué po-dían pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la
                  bahía, sin mástiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se
                  habían mantenido has-ta entonces. Sin embargo, su inmovilidad debía haberles ins-pirado
                  un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con él. Y era precisamente eso lo que
                  convenía evitar. Nues-tras armas, carentes de detonación, no eran las más adecua-das para
                  espantar a los indígenas, a los que sólo inspiran res-peto las que causan estruendo. Sin el
                  estrépito del trueno, el rayo no espantaría a los hombres, pese a que el peligro esté en el
                  relámpago y no en el ruido.

                  En aquel momento, ya muy próximas las piraguas al Nau-tilus, una lluvia de flechas se
                  abatió sobre él.

                   ¡Diantre! Está granizando y quizá sea un granizo enve-nenado  dijo Conseil.

                   Hay que avisar al capitán Nemo  dije , y me introduje por la escotilla.

                  Descendí al salón. No había nadie, y me arriesgué a lla-mar a la puerta del camarote del
                  capitán.
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