Page 225 - veinte mil leguas de viaje submarino
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indiferencia ante este tema histórico tenía una fácil explicación. En efecto, numerosos peces
                  atraían sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la
                  clasificación, salía del mundo real. Obliga-do me vi a seguirle y a reanudar así con él
                  nuestros estudios ictiológicos.

                  Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado
                  hasta entonces. Rayas de un ta-maño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de
                  una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por en-cima de las olas; escualos de
                  diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agu-dos,
                  cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en
                  forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubércu-los;
                  esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatos-trompetas, de un pie y medio de
                  longitud, de colores amarllo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni
                  lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil
                  anotó los makairas negruz-cos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula su-perior
                  de una penetrante espada; peces araña de vivos colo-res, conocidos en la época de
                  Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy
                  peli-grosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos
                  de oro; hermosas doradas; peces luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban
                  en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos sola-res; peces espada de ocho
                  metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces
                  y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros,
                  que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados.

                  Pero la observación de esos especímenes de la fauna ma-rina no me impedía examinar las
                  largas llanuras de la Atlán-tida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al
                  Nautilus a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pe-ricia de un cetáceo, por estrechos
                  pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hacía inextricable, el aparato se ele-vaba
                  como un aeróstato y, una vez franqueado el obstáculo, recuperaba su rápida marcha a
                  algunos metros del fondo. Admirable y magnífica navegación que recordaba las ma-niobras
                  de un paseo aerostático, con la diferencia de que el Nautilus obedecía sumisamente a la
                  mano de su timonel.

                  Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto gene-ralmente de un espeso fango en el
                  que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenzó a modificarse poco a poco,
                  tornándose más pedregoso, con formaciones conglomera-das, tobas basálticas, lavas y
                  obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las montañas iban a suceder pronto a las
                  lar-gas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el Nautilus, vi el ho-rizonte meridional
                  clausurado por una alta muralla que pa-recía cerrar toda salida. Su cima debía sobresalir de
                  la superficie del océano. Debía ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias
                  o una del archipiélago de Cabo Verde. No habiéndose fijado la posición  deliberadamente,
                  acaso , yo la ignoraba. En todo caso, me pareció que esa muralla debía marcar el fin de la
                  Adántida, de la que apenas habíamos recorrido una mínima porción.

                  La caída de la noche no interrumpió mis observaciones, que efectué solitariamente por
                  haber regresado Conseil a su camarote. El Nautilus, a marcha reducida, revoloteaba por
                  encima de las confusas masas del suelo, ya rozándolas cas como si hubiera querido posarse
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