Page 230 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 230
colores y perfumes des-vaídos. Aquí y allá algunos crisantemos crecían tímida-mente al pie
de aloes de largas hojas tristes y enfermizas. Pero entre los regueros de lava vi pequeñas
violetas, cuyo ligero perfume aspiré con delicia. El perfume es el alma de la flor y las flores
de mar, esos espléndidos hidrófitos, no tienen alma.
Habíamos llegado al pie de unos dragos robustos que se-paraban las rocas con la fuerza de
sus musculosas raíces, cuando Ned Land lanzó un grito jubiloso:
¡Mire, señor, una colinena!
¿Una colmena? dije, haciendo un gesto de pasmosa in-credulidad.
Sí, una colmena repitió el canadiense , y con abejas zumbando alrededor suyo.
Me acerqué y hube de rendirme a la evidencia. En el orifi-cio de un agujero excavado en el
tronco de un drago había millares de esos ingeniosos insectos, tan comunes en todas las
Canarias, y cuyos productos son tan estimados. Natural-mente, el canadiense quiso hacer su
provisión de miel, y mal hubiera podido yo oponerme. Mediante las chispas arranca-das a
su mechero, Ned Land quemó un montón de hojas se-cas mezcladas con azufre y comenzó
a ahumar a las abejas. Los zumbidos de la colmena fueron cesando poco a poco, y no tardó
Ned Land en llenar su mochila con unas cuantas li-bras de miel perfumada.
Con la mezcla de esta miel y de la pasta del artocarpo po-dré hacerles un pastel suculento
dijo Ned.
¡Estupendo! dijo Conseil . Será una especie de alajú.
Bienvenido sea el alajú dije , pero continuemos esta in-teresante excursión.
El lago se nos aparecía en toda su extensión, en algunos de los recodos del sendero por el
que caminábamos. El fanal iluminaba completamente la superficie de las lisas, apacibles
aguas del lago. El Nautilus estaba en una inmovilidad total. Sobre su plataforma y a sus
orillas se agitaban los hombres de su tripulación como oscuras sfluetas recortadas en la
lu-minosa atmósfera.
Al contornear la cresta más elevada de las rocas que for-maban la base de la bóveda, pude
ver que las abejas no eran los únicos representantes del reino animal en el interior del
volcán. Aves de presa planeaban y giraban en la sombra por todas partes o abandonaban sus
nidos establecidos en las ro-cas. Eran gavilanes de vientre blanco y chillones cernícalos.
Por las pendientes corrían también, con toda la rapidez de sus zancas, hermosas y gruesas
avutardas. La vista de esas suculentas piezas excitó al máximo la codicia del canadien-se,
que se lamentó de no tener un fusil a su alcance. Trató Ned Land de sustituir el plomo por
la piedra y, tras varias in-fructuosas tentativas, logró herir a una de aquellas magnífi-cas
avutardas. Veinte veces arriesgó su vida por apoderarse de ella, y tanto empeño puso en
conseguirlo que al fin logró que su pieza fuera a hacer compañía en la mochila a la
pro-visión de miel.