Page 234 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Los temores de Ned Land estaban justificados. En estos mares privados de islas no era
posible ninguna tentativa de evasión. Ningún medio de oponerse a la voluntad del capi-tán
Nemo. No había otro partido que el de someterse. Pero lo que no cabía ya esperar de la
fuerza o de la astucia, podía obtenerse, me decía yo, por la persuasión. Terminado el via-je,
¿no accedería el capitán Nemo a devolvernos la libertad bajo el juramento de no revelar
jamás su existencia? jura-mento de honor que cumpliríamos escrupulosamente. Pero había
que tratar de esta delicada cuestión con el capitán, y ¿podía yo reclamar nuestra libertad?
¿Acaso no había decla-rado él mismo, desde el principio y muy solemnemente, que el
secreto de su vida exigía nuestro aprisionamiento a perpe-tuidad a bordo del Nautilus? Mi
silencio durante esos cuatro meses ¿no le habría parecido una tácita aceptación de la
si-tuación? Volver sobre el asunto implicaba el riesgo de hacer nacer sospechas que podrían
perjudicar a nuestros proyec-tos si más tarde se presentara alguna circunstancia favorable
para su ejecución. Sopesaba y daba vueltas en mi mente a to-das estas razones, y las
sometía a Conseil, quien no se mos-traba menos perplejo que yo. En definitiva, y aunque yo
no me desanimaba fácilmente, comprendía que las probabili-dades de volver a ver alguna
vez a mis semejantes dismi-nuían de día en día, a medida que el capitán Nemo avanzaba
temerariamente hacia el sur del Atlántico.
Durante los diecinueve días antes citados ningún inciden-te particular marcó nuestro viaje.
Veía poco al capitán. Nemo trabajaba. En la biblioteca hallaba a menudo los libros dejados
por él abiertos; eran sobre todo libros de Historia Natural. Mi obra sobre los fondos
marinos, hojeada por él, estaba cubierta de notas en los márgenes, que contradecían, a
veces, mis teorías y sistemas. Pero el capitán se limitaba a anotar así mi trabajo, y era raro
que discutiera de ello con-migo. A veces oía los sonidos melancólicos de su órgano que él
tocaba con mucho sentimiento, pero solamente de noche, en medio de la más secreta
oscuridad, cuando el Nautilus dormía en los desiertos del océano.
Durante aquella parte del viaje navegamos durante jorna-das enteras por la superficie de las
olas. El mar parecía aban-donado. Apenas unos veleros, con carga para las Indias, se
dirigían hacia el cabo de Buena Esperanza. Un día fuimos perseguidos por las
embarcaciones de un ballenero, cuyos tripulantes nos tomaron, sin duda, por una enorme
ballena de alto precio. Pero el capitán Nemo no quiso hacer perder a aquella gente su
tiempo y terminó la caza sumergiéndose bajo el agua. El incidente pareció interesar
vivamente a Ned Land. No creo equivocarme al decir que el canadiense debió lamentar que
nuestro cetáceo de acero no hubiese sido gol-peado mortalmente por el arpón de los
pescadores.
Los peces observados por Conseil y por mí durante ese período diferían poco de los que ya
habíamos estudiado bajo otras latitudes. Los principales fueron algunos especí-menes de
ese terrible género de cartilaginosos, dividido en tres subgéneros que no cuentan con menos
de treinta y dos especies: escualos de cinco metros de longitud, de cabeza deprimida y más
ancha que el cuerpo, de aleta caudal redon-deada y cuyo dorso está surcado por siete
grandes bandas negras, paralelas y longitudinales; otros escualos de color gris ceniza, con
siete aberturas branquiales y provistos de una sola aleta dorsal colocada casi en mitad del
cuerpo.