Page 237 - veinte mil leguas de viaje submarino
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¡Ah! ¿Se conoce eso? dijo el capitán Nemo, con un tono ligeramente sorprendido .
Pues bien, señor profesor, eso está muy bien, porque es la pura verdad. Yo añadiré que la
vejiga natatoria de los peces pescados en la superficie contiene más ázoe que oxígeno a la
inversa de la de los peces ex-traídos de las grandes profundidades. Lo que da la razón a su
sistema. Pero continuemos nuestras observaciones.
Miré al manómetro. El instrumento indicaba una profun-didad de seis mil metros.
Llevábamos ya una hora en inmer-sión. El Nautilus continuaba descendiendo en plano
inclina-do. Las aguas eran admirablemente transparentes y de una diafanidad indescriptible.
Una hora más tarde nos hallába-mos ya a trece mil metros unas tres leguas y cuarto , y el
fondo del océano no se dejaba aún presentir.
A los catorce mil metros vi unos picos negruzcos que sur-gían en medio del agua. Pero esas
cimas podían pertenecer a montañas tan altas como el Himalaya o el Monte Blanco, o más
incluso, y la profundidad de los abismos continuaba siendo difícil de evaluar.
El Nautilus descendió aún más, pese a la poderosa presión que sufría. Yo sentía sus
planchas temblar bajo las junturas de sus tuercas; sus barrotes se arqueaban; sus tabiques
ge-mían; los cristales del salón parecían combarse bajo la pre-sión del agua. El sólido
aparato habría cedido, sin duda, si tal como había dicho su capitán no hubiese sido capaz de
resis-tir como un bloque macizo.
Al rasar las paredes de las rocas perdidas bajo las aguas pude ver aún algunas conchas,
serpulas, espios vivos y algu-nos especímenes de asterias. Pero pronto estos últimos
re-presentantes de la vida animal desaparecieron, y, por debajo de las tres leguas, el
Nautilus sobrepasó los límites de la exis-tencia submarina, como lo hace un globo que se
eleva en el aire por encima de las zonas respirables. Habíamos alcanza-do una profundidad
de dieciséis mil metros cuatro le-guas , y los flancos del Nautilus soportaban entonces
una presión de mil seiscientas atmósferas, es decir, de mil seis-cientos kilogramos por cada
centímetro cuadrado de su su-perficie.
¡Qué situación! exclamé . ¡Recorrer estas profundas regiones a las que el hombre
jamás había llegado! Mire, ca-pitán, mire esas magníficas rocas, esas grutas deshabitadas,
esos últimos receptáculos del Globo donde la vida no es ya posible. ¡Qué lástima que nos
veamos reducidos a no con-servar más que el recuerdo de estos lugares desconocidos!
-¿Le gustaría llevarse algo mejor que el recuerdo? me preguntó el capitán Nemo.
¿Qué quiere usted decir?
Quiero decir que no hay nada más fácil que tomar una vista fotográfica de esta región
submarina.
Apenas había tenido tiempo para expresar la sorpresa que me causó esta nueva proposición
cuando, a una simple or-den del capitán, se nos trajo una cámara fotográfica. A tra-vés de
los paneles, el medio líquido, iluminado eléctrica-mente, se distinguía con una claridad
perfecta. No hubiese sido el sol más favorable a una operación de esta naturaleza.