Page 238 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Controlado por la inclinación de sus planos y por su hélice, el Nautilus permanecía inmóvil.
Se enfocó el instrumento sobre el paisaje del fondo oceánico, y en algunos segundos
pudimos obtener un negativo de una extremada pureza. Es el positivo el que ofrezco aquí.
Se ven en él esas rocas pri-mordiales que no han conocido jamás la luz del cielo, esos
granitos inferiores que forman la fuerte base del Globo, esas grutas profundas vaciadas en
la masa pétrea, esos perfiles de una incomparable línea cuyos remates se destacan en negro
como si se debieran a los pinceles de algunos artistas fla-mencos. Luego, más allá, un
horizonte de montañas, una ad-mirable línea ondulada que compone los planos de fondo del
paisaje. Soy incapaz de describir ese conjunto de rocas li-sas, negras, bruñidas, sin ninguna
adherencia vegetal, sin una mancha, de formas extrañamente recortadas y sólida-mente
establecidas sobre una capa de arena que brillaba bajo los resplandores de la luz eléctrica.
Tras terminar su operación, el capitán Nemo me dijo.
-Ascendamos, señor profesor. No conviene abusar de la situación ni exponer por más
tiempo al Nautilus a tales pre-siones.
Subamos respondí.
Agárrese bien.
No había tenido apenas tiempo de comprender la razón de la recomendación del capitán
cuando me vi derribado al suelo.
Embragada la hélice a una señal del capitán y erguidos verticalmente sus planos, el
Nautilus se elevaba con una ra-pidez fulgurante, como un globo en el aire, y cortaba la
masa del agua con un estremecimiento sonoro. Ningún detalle era ya visible. En cuatro
minutos franqueó las cuatro leguas que le separaban de la superficie del océano, y tras
haber emer-gido como un pez volador, recayó sobre ella haciendo saltar el agua a una
prodigiosa altura.
12. Cachalotes y ballenas
Durante la noche del 13 al 14 de marzo, el Nautilus prosi-guió su derrota hacia el Sur. Yo
creía que a la altura del cabo de Hornos haría rumbo al Oeste, dirigiéndose a los ma-res del
Pacífico para acabar su vuelta al mundo, pero no lo hizo así y continuó su marcha hacia las
regiones australes. ¿Adónde quería ir? ¿Al Polo? Era, sencillamente, insensato. Empecé a
pensar que la temeridad del capitán justificaba so-bradamente los temores de Ned Land.
Desde hacía algún tiempo, el canadiense no me hablaba ya de sus proyectos de evasión. Se
había tornado menos co-municativo, casi silencioso. Veía yo cómo pesaba en él tan