Page 226 - veinte mil leguas de viaje submarino
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en ellas, ya remontándose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hacía podía yo ver
                  algunas vivas constelaciones a través del cristal de la aguas, y más precisamente cinco o
                  seis de esas estrellas zo diacales que siguen a la cola de Orión.

                  Permanecí durante un buen rato aún tras el cristal admi-rando la belleza del mar y del cielo,
                  hasta que los paneles me-tálicos taparon el cristal. En aquel momento, el Nautilus ha-bía
                  llegado al borde de la alta muralla. Cómo iba a poder maniobrar allí era algo que yo
                  ignoraba. Volví a mi camaro-te. El Nautilus se había inmovilizado. Me dormí con la
                  inten-ción de levantarme muy de madrugada.

                  Pero eran las ocho de la mañana cuando, al día siguiente, volví al salón. La consulta al
                  manómetro me indicó que el Nautilus flotaba en la superficie. Oí además el paso de
                  al-guien sobre la plataforma. Sin embargo, ni el más mínimo balanceo denunciaba la
                  ondulación del agua de la superficie.

                  Subí a la plataforma  la escotilla estaba abierta , y en vez de la luz diurna que esperaba
                  encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. ¿Dónde estábamos? ¿Me había
                  equivocado y era aún de noche? No. Ni una sola estrella bri-llaba en el firmamento, y nunca
                  la noche está envuelta en ti-nieblas tan absolutas. No sabía qué pensar, cuando oí decir:

                   ¿Es usted, señor profesor?

                  -¡Ah! Capitán Nemo, ¿dónde estamos?

                   Bajo tierra, señor profesor.

                   ¿Bajo tierra? ¿Y el Nautilus está a flote?

                   Sí, continúa flotando.

                   No comprendo.

                   Espere unos instantes. Se va a encender el fanal, y si le gustan las situaciones claras va a
                  verse satisfecho.

                  En pie sobre la plataforma, esperé. La oscuridad era tan completa que no podía ver tan
                  siquiera al capitán Nemo. Sin embargo, al mirar al cenit, exactamente por encima de mi
                  cabeza, distinguí un resplandor indeciso, una especie de cla-ridad difusa que surgía de un
                  agujero circular. Pero en aquel momento, se encendió súbitamente el fanal y su viva luz
                  eclipsó la vaga claridad que acababa de atisbar.

                  Tras haber cerrado un instante los ojos, deslumbrados por la luz eléctrica, miré en torno
                  mío. El Nautilus estaba in-movilizado cerca de una orilla dispuesta como el malecón de un
                  muelle. El mar en que flotaba era un lago aprisionado en un circo de murallas que medía
                  dos millas de diámetro, o sea, unas seis millas de contorno. Su nivel  así lo indicaba el
                  manómetro  no podía ser otro que el exterior, pues necesa-riamente había una
                  comunicación entre ese lago y el mar. Las altas murallas, inclinadas sobre su base, se
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