Page 130 - Matilda
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que cuando me mandaba algo, fuera lo que fuese, la obedecía inmediatamente.
      Esas  cosas  suceden.  Cuando  tenía  diez  años  ya  era  su  esclava.  Hacía  todo  el
      trabajo de casa. Hacía su cama. Lavaba y planchaba para ella. Cocinaba para
      ella. Aprendí a hacer de todo.
        —Pero probablemente podría haberse quejado a alguien, ¿no? —dijo Matilda.
        —¿A  quién?  —dijo  la  señorita  Honey—.  Y,  de  todas  formas,  estaba
      demasiado aterrorizada para quejarme. Ya te he dicho que era su esclava.
        —¿Le pegaba?
        —No entremos en detalles —rogó la señorita Honey.
        —¡Qué horrible! —exclamó Matilda—. Se pasaría llorando todo el tiempo,
      ¿no?
        —Sólo cuando estaba sola —dijo la señorita Honey—. No me permitía llorar
      delante de ella. Pero vivía aterrorizada.
        —¿Qué sucedió cuando terminó la escuela? —preguntó Matilda.
        —Yo  era  una  buena  alumna  —dijo  la  señorita  Honey—.  Podría  haber  ido
      fácilmente a la universidad. Pero no hubo forma.
        —¿Por qué no, señorita Honey?
        —Porque me necesitaba para realizar el trabajo doméstico.
        —¿Cómo se hizo maestra, entonces? —preguntó Matilda.
        —Hay  una  escuela  de  profesorado  a  sólo  cuarenta  minutos  de  aquí  en
      autobús  —dijo  la  señorita  Honey—.  Me  permitió  ir  allí,  a  condición  de  que
      regresara  a  casa  inmediatamente,  a  primera  hora  de  la  tarde,  para  lavar  y
      planchar, hacer la casa y preparar la cena.
        —¿Qué edad tenía usted entonces? —preguntó Matilda.
        —Cuando  fui  a  la  escuela  de  profesorado  tenía  dieciocho  —respondió  la
      señorita Honey.
        —Podía haber recogido sus cosas y haberse marchado —dijo Matilda.
        —No podía hasta que consiguiera un trabajo —explicó la señorita Honey—.
      No olvides que por entonces yo estaba dominada por mi tía de tal forma que no
      me hubiera atrevido. No puedes imaginarte lo que es estar controlada así por una
      persona con un carácter muy fuerte. Te deja hecha papilla. Así es. Ésa es la triste
      historia de mi vida. Ya he contado suficiente.
        —No se detenga, por favor —rogó Matilda—. Aún no ha terminado. ¿Cómo
      se las arregló para acabar alejándose de ella y venirse a vivir a esta casita tan
      extraña?
        —Ah, eso fue algo importante —dijo la señorita Honey—. Me sentí orgullosa
      de ello.
        —Cuénteme —pidió Matilda.
        —Bien —dijo la señorita Honey—, cuando conseguí trabajo como profesora,
      mi tía me dijo que le debía una gran cantidad de dinero. Le pregunté por qué.
      Ella  me  dijo  que  « porque  te  he  estado  dando  de  comer  todos  estos  años  y
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