Page 150 - Matilda
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esforzarte por nada. Era una frustración para tu asombroso cerebro. En él había
      almacenada  una  enorme  cantidad  de  energía  sin  utilizar  que,  de  una  forma  u
      otra, tuviste la facultad de proyectar a través de tus ojos y hacer que los objetos
      se  movieran.  Pero  ahora  las  cosas  son  diferentes.  Estás  en  la  clase  superior,
      compitiendo con niños que te doblan la edad, y empleas toda tu energía mental
      en clase. Por vez primera, tu cerebro tiene que luchar y esforzarse y estar de
      verdad ocupado, lo que es estupendo. Pero esto no es más que una suposición,
      puede que estúpida, pero no creo que se aleje mucho de la realidad.
        —Estoy contenta de que haya terminado —dijo Matilda—. No me gustaría ir
      por ahí toda la vida haciendo milagros.
        —Ya has hecho bastante —dijo la señorita Honey—. Apenas puedo creerme
      todo lo que has hecho por mí.
        Matilda, que estaba sentada en un alto taburete de la mesa de la cocina, se
      comió  su  pan  con  mermelada  lentamente.  Le  encantaban  esas  tardes  con  la
      señorita Honey. Se sentía muy a gusto en su presencia y las dos se hablaban más
      o menos como iguales.
        —¿Sabía  usted  —preguntó  Matilda  repentinamente—  que  el  corazón  de  un
      ratón late a un ritmo de seiscientas cincuenta veces por segundo?
        —No lo sabía —dijo la señorita Honey sonriendo—. ¿Dónde lo has leído?
        —En un libro de la biblioteca —respondió Matilda—. Eso quiere decir que
      late tan rápido que ni siquiera se pueden diferenciar los latidos. Debe sonar como
      un zumbido.
        —Así debe de ser —dijo la señorita Honey.
        —¿A qué ritmo cree usted que late el corazón de un erizo?
        —Dímelo —pidió la señorita Honey, volviendo a sonreír.
        —No tan rápido como el de un ratón —dijo Matilda—. Trescientas veces por
      minuto.  Pero,  aun  así,  nadie  hubiera  pensado  que  latiera  tan  rápidamente
      tratándose de un animal que se mueve tan despacio, ¿no, señorita Honey?
        —Yo, desde luego, no —respondió la señorita Honey—. Dime alguno más.
        —El  caballo  —dijo  Matilda—.  Ése  va  realmente  despacio.  Sólo  cuarenta
      veces por minuto.
        « Esta  niña  —pensó  la  señorita  Honey—  parece  interesarse  por  todo.  Es
      imposible aburrirse a su lado. Me encanta» .
        Las dos siguieron hablando durante una hora, más o menos, y a eso de las seis
      se  despidió  Matilda  y  se  fue  andando  a  su  casa,  en  lo  que  tardaba  unos  ocho
      minutos. Cuando llegó, vio un gran Mercedes negro estacionado a la puerta. No le
      prestó demasiada atención. Era frecuente ver coches extraños estacionados ante
      la puerta de su casa. Cuando entró en la casa se encontró con un auténtico caos.
      Su madre y su padre estaban en el vestíbulo, guardando frenéticamente ropas y
      diversos objetos en maletas.
        —¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué pasa, papi?
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