Page 35 - Matilda
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Aritmética
      M  ATILDA anhelaba que sus padres fueran buenos, cariñosos, comprensivos,
         honrados e inteligentes, pero tenía que apechugar con el hecho de que no lo
      eran.  No  le  resultaba  fácil.  Sin  embargo,  el  juego  que  se  había  ingeniado,
      consistente  en  castigar  a  uno  o  a  ambos  cada  vez  que  se  comportaban
      repugnantemente con ella, hacía su vida más o menos soportable.
        Al ser muy pequeña y muy joven, el único poder que tenía Matilda sobre
      cualquiera de su familia era el del cerebro. Los superaba en ingenio. Pero seguía
      inalterable el hecho de que en cualquier familia, una niña de cinco años se veía
      obligada siempre a hacer lo que decían, por estúpido que fuera. Por eso, siempre
      tenía  que  tomar  una  de  esas  cenas  que  anuncian  en  televisión,  frente  a  la
      espantosa caja. Entre semana se pasaba todas las tardes sola, y cuando le decían
      que se callara tenía que callarse.
        Su válvula de escape, lo único que impedía que se volviera loca, era el placer
      de maquinar e infligir aquellos magníficos castigos, y lo curioso era que parecían
      surtir  efecto  durante  algún  tiempo.  El  padre  especialmente  se  volvía  menos
      fanfarrón  e  intratable  durante  algunos  días,  después  de  recibir  una  dosis  de  la
      medicina mágica de Matilda.
        El incidente del loro bajó claramente los humos a sus padres y, por espacio de
      una  semana,  se  comportaron  de  forma  relativamente  civilizada  con  su  hijita.
      Pero ¡ay!, eso no podía durar. El siguiente estallido se produjo una tarde en la
      sala de estar. El señor Wormwood acababa de regresar del trabajo. Matilda y su
      hermano estaban tranquilamente sentados en el sofá, esperando que su madre les
      llevara las bandejas de la cena. La televisión aún no estaba encendida.
        Llegó el señor Wormwood con un llamativo traje de cuadros y una corbata
      amarilla. Los horribles cuadros naranjas y verdes de la chaqueta y los pantalones
      casi deslumbraban al que lo miraba. Parecía un corredor de apuestas de ínfima
      calidad ataviado para la boda de su hija y, evidentemente, esa noche se sentía
      muy  satisfecho  consigo  mismo.  Se  sentó  en  un  sillón,  se  frotó  las  manos  y  se
      dirigió a su hijo en voz alta.
        —Bien, hijo mío —dijo—, tu padre ha tenido un día muy afortunado. Esta
      noche es mucho más rico que esta mañana. He vendido nada menos que cinco
      coches, cada uno de ellos con un buen beneficio. Serrín en la caja de cambios, la
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