Page 86 - Matilda
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silenciosamente, todos estaban de su parte. Aquello era nada menos que una
batalla entre él y la todopoderosa Trunchbull.
De pronto, alguien gritó:
—¡Vamos, Brucie! ¡Lo puedes conseguir!
La Trunchbull se volvió y rugió:
—¡Silencio!
El auditorio observaba atentamente. Estaba cautivado por la contienda.
Deseaban empezar a animar, pero no se atrevían.
—Creo que lo va a conseguir —susurró Matilda.
—Yo también lo creo —respondió en voz baja Lavender—. Nunca hubiera
creído que alguien pudiera comerse una tarta de ese tamaño.
—La Trunchbull tampoco se lo cree —susurró Matilda—. Mírala. Se está
volviendo cada vez más roja. Si vence él, lo va a matar.
El chico iba más despacio ahora. No había duda de ello. Pero seguía
comiendo tarta, con la tenaz perseverancia del corredor de fondo que ha avistado
la meta y sabe que tiene que seguir corriendo. Cuando engulló el último bocado,
estalló un tremendo clamor en el auditorio y los niños empezaron a dar saltos de
alegría y a vitorear, aplaudir y gritar:
—¡Bien hecho, Brucie! ¡Muy bien, Brucie! ¡Has ganado una medalla de oro,
Brucie!
La Trunchbull permanecía totalmente inmóvil en el estrado. Su rostro de
caballo había adquirido el color de la lava fundida y sus ojos fulguraban de rabia.
Miró a Bruce Bogtrotter, que seguía sentado en su silla como un enorme gusano
ahíto, repleto, comatoso, incapaz de moverse o de hablar. Una delgada capa de
sudor adornaba su frente, pero en su rostro se reflejaba una sonrisa de triunfo.