Page 83 - Matilda
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extraordinariamente grande sólo para ti.
        —Bien, muchas gracias —dijo el chico, completamente perplejo.
        —Dale las gracias a la cocinera, no a mí —indicó la Trunchbull.
        —Gracias, cocinera —repitio el chico.
        La  cocinera  permanecía  allí  como  un  cordón  seco,  callada,  implacable,
      desaprobadora. Parecía que tuviera la boca llena de zumo de limón.
        —Adelante, pues —dijo la Trunchbull—. ¿Por qué no cortas un buen trozo y
      te lo comes?
        —¿Qué?  ¿Ahora?  —preguntó  el  chico,  cautelosamente.  Sabía  que  había
      alguna  trampa  en  algún  sitio,  pero  no  sabía  dónde—.  ¿No  podría  llevármela  a
      casa?
        —Eso sería una descortesía —dijo la Trunchbull sonriendo retorcidamente—.
      Tienes que demostrarle a la cocinera lo que le agradeces las molestias que se ha
      tomado.
        El chico no se movió.
        —Venga,  hazlo  —ordenó  la  Trunchbull—.  Corta  un  trozo  y  pruébalo.  No
      disponemos de todo el día.
        El chico agarró el cuchillo y estaba a punto de hundirlo en la tarta cuando se
      detuvo. Contempló la tarta. Luego miró a la Trunchbull y, a continuación, a la
      experta  cocinera  de  rostro  avinagrado.  Los  niños  del  salón  contemplaban  la
      escena  nerviosamente,  esperando  que  sucediera  algo.  Estaban  seguros  de  que
      tenía que suceder. La Trunchbull no era una persona que le diera a alguien una
      tarta de chocolate para que se la comiera, sólo por amabilidad. Muchos pensaban
      que debía estar rellena de pimiento picante, o aceite de ricino, o cualquier otra
      sustancia  de  sabor  desagradable  que  hubiera  hecho  vomitar  violentamente  al
      chico.  Podría  ser,  incluso,  arsénico,  y  hubiera  muerto  en  el  plazo  de  diez
      segundos. O quizá se tratara de una tarta-bomba y explotara en el momento de
      partirla, haciendo volar a Bruce Bogtrotter. En la escuela, nadie dudaba de que la
      Trunchbull era capaz de hacer cualquiera de esas cosas.
        —No me apetece comerla —dijo el chico.
        —Pruébala,  mocoso  —exigió  la  Trunchbull—.  Estás  ofendiendo  a  la
      cocinera.
        El  chico  comenzó  a  partir  un  trozo  pequeño  de  la  enorme  tarta.  Separó  el
      trozo.  Dejó  el  cuchillo  y  cogió  con  los  dedos  el  trozo  pegajoso  y  comenzó  a
      comérselo muy lentamente.
        —Está buena, ¿no? —preguntó la Trunchbull.
        —Muy buena —dijo el chico, saboreando y tragando.
        Se terminó el trozo.
        —Toma otro —dijo la Trunchbull.
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