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y Planck a la Academia Prusiana de Ciencias para respaldar la
                     candidatura de Einstein, agotaron los elogios,  disculpando, sin
                     embargo, que a veces pudiera haber «ido demasiado lejos en sus
                     especulaciones, como, por ejemplo, en su hipótesis del cuanto
                     de luz». El problema aquí,  como con la relatividad, es que mu-
                     chas de sus conjeturas se anticipaban considerablemente a las
                     evidencias experimentales.
                         Frente al escepticismo general, Einstein, como solía, se man-
                     tuvo en sus trece. En 1916 plasmó una idea que venía rondándole
                     la cabeza casi una década: que la parcelación de la energía se ma-
                     nifestaba en forma de partículas, que poseían momento (una mag-
                     nitud física vectorial, que corresponde a multiplicar la masa de un
                     cuerpo por su velocidad). Es decir, los cuantos de luz se compor-
                     taban como proyectiles de energía, los fotones, que podían chocar
                     contra los electrones, por ejemplo, y desviarlos de su trayectoria.
                     Siete años después, su hipótesis fue confirmada en el laboratorio
                     por Arthur Cornpton (1892-1962).
                         El idilio con la mecánica cuántica resultó efímero, pues la
                     bola de nieve impulsada por Bohr, Heisenberg y Bom ya rodaba
                     ladera abajo.  Sin apenas transición, Einstein pasó de favorecer
                     una postura demasiado atrevida a otra demasiado conservadora.
                         Al  hablar de los agujeros negros, vimos cómo la radiación
                     electromagnética servía para identificar a los átomos que la emi-
                     ten. Los espectros atómicos ofrecían una herramienta de análisis
                     inestimable a los físicos,  a costa de plantearles toda suerte de
                     preguntas embarazosas. Para empezar, ¿a qué se debía cada pa-
                     trón? ¿Qué estructura subyacente los generaba? A fuerza de en-
                     sayo y error, el matemático suizo J ohann Balmer compuso una
                     fórmula que proporcionaba las frecuencias de la luz que emitía el
                     hidrógeno, pero no se amparaba en ningún modelo teórico.
                         En marzo de 1912, un joven físico danés llamado Niels Bohr
                     recaló en la Universidad de Manchester, rebotado de Cambridge,
                     para solicitar asilo en el Schuster Laboratory. Su director, Emest
                     Rutherford (1871-1937), no tardó en apreciar su mente adicta a las
                     paradojas, que funcionaba corno el rodillo de una apisonadora:
                     pesada, lenta, pero demoledora. Apuntándose a la moda cuantiza-
                     dora de Planck y Einstein, Bohr recortó las órbitas de los electro-





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