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ria del mundo se abrió ese día en que los soldados franceses gri-
       taron al vencer «¡ Viva la nación!». La Revolución había sobrevivido.
           La Convención arrancó dominada por los girondinos, pero
       sufrió el acoso continuo de los jacobinos y,  en especial, del dipu-
       tado más votado de París, Robespierre. Con treinta y cuatro años,
       frío y elegante, desdeñoso y susceptible, de costumbres irrepro-
       chables, Robespierre era uno de los vértices del triunvirato que
       formaba junto al ardiente Georges-Jacques Danton (1759-1794),
       orador sin igual, aunque menos honesto que el primero, y al terri-
       ble Marat, responsable de las masacres y capaz de publicar en su
       periódico las direcciones particulares de los diputados enemigos
       a fin de que las masas pudiesen darles alcance. No obstante, las
       disensiones entre girondinos y jacobinos no fueron todavía deci-
       sivas en este año I de la República. Por lo demás, en esas fechas,
       el doctor Joseph-Ignace Guillotin (1738-1814)  estaba poniendo a
       punto una ingeniosa máquina con ayuda del doctor Antoine Louis
       (1723-1792). Todos los ciudadanos debían ser iguales entre sí, no
       solo en vida, sino también a la hora de morir. Se habían acabado
       los privilegios de los nobles en el momento de subir al cadalso. La
       louisette,  llamada más tarde guillotine,  estaba lista. Y el 21  de
       enero de 1793 Luis XVI fue guillotinado. La cuchilla cayó y el ver-
       dugo mostró la cabeza al pueblo.
          La ejecución del rey sumió a Europa y a Francia en el desaso-
       siego. A la guerra contra el extranjero se unió una violenta lucha
       en el interior entre girondinos y jacobinos. Los primeros, repre-
       sentantes de la floreciente burguesía de propietarios y comercian-
       tes,  defendían un federalismo moderado de tintes económicos.
       Pero los segundos, empujados por el pueblo (los sans-culottes,
       que vestían un pantalón distintivo opuesto al calzón aristocrá-
       tico), sostenían un centralismo igualitario. Ambos partidos se di-
       rigían hacia el abismo. A la revolución de las pelucas empolvadas
       iba a seguir la de los gorros rojos. El 31  de mayo las campanas
       tocaron a rebato y las masas,  excitadas por Marat, sirvieron de
      palanca al golpe de Estado jacobino. La guardia nacional detuvo
      a Brissot y al resto de jefes girondinos._ Y varios días después los
      jacobinos se hicieron con el poder en la Convención. Era el primer
      naufragio de la democracia moderna. A partir de ese momento, la






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