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quien había colaborado en la evaluación de los proyectos de re-
      forma de los hospitales de París. Intentando quitarse de en medio,
      abandonó París y se dirigió a Melun,  donde Laplace permanecía
       retirado y (supuestamente) a salvo de los vientos de cambio. Ma-
      dame Laplace intentó disuadirle y le escribió una carta en la que
       le indicaba, bajo expresiones encubiertas, que tampoco Melun era
      ya un lugar seguro. Sin embargo, haciendo caso omiso, Bailly se
      presentó en casa de los Laplace. Desafortunadamente, fue visto y
      reconocido a los pocos días por un soldado revolucionario. Arres-
      tado y juzgado de vuelta en París, fue condenado a muerte.


                     «Ha bastado un instante para hacer rodar su cabeza
                             por el suelo, y tal vez se necesiten cien años
                               para procurarnos otra cabeza semejante.»
                                             -  LAGRANGE,  SOBRE  LA  MUERTE  DE  LAVOISIER.

          Finalmente,  el tercero, Lavoisier,  sería guillotinado  el 8 de
      mayo de 1794.  Ocupaba el cargo de jefe de los recaudadores de
      impuestos del reino y concentraba gran paite del odio del pueblo
      por ser parte del sistema que favorecía las fortunas escandalosas.
      Era una cabeza visible del Antiguo Régimen ( de hecho, uno de los
      hombres más ricos) y,  a pesar de sus tendencias liberales y refor-
      mistas, y de haber saludado la llegada de la Revolución, sucumbió,
      como el resto de asentistas, cuando los jacobinos tomaron el poder.
          La fortuna de Laplace contrasta con la de sus antiguos colegas
      académicos y,  en especial, con la de su amigo Bailly.  Cuando la
      Academia fue cerrada y,  a continuación, Laplace fue expulsado
      de la Comisión de Pesos y Medidas, así como relevado del cargo de
      examinador de artillería por no mostrar suficiente ardor republi-
      cano a ojos de los jacobinos, se retiró a Melun, una pequeña ciudad
      cercana a París, a cincuenta kilómetros al sureste. Lo hizo con su
      mujer y sus dos hijos pequeños. Prudencia de sabio y cautela de
      político.  Laplace temía las acciones de algunos radicales  como
      Marat y de algunos agitadores como Brissot, a quienes no les gus-
      taba nada aquel científico del Antiguo Régimen que tan bien nadaba
      en las aguas revolucionaiias.  Con ambos había mantenido una






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