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salvación pública primó sobre el parlamentarismo. Era el Terror.
                     Un paréntesis sangriento, entre junio de 1793 y julio de 1794, do-
                     minado por dos hechos principales: la victoria de Francia contra
                     la Europa coaligada en el exterior y las purgas sucesivas en el in-
                     terior. Este año II de la República es inseparable de la guillotina.
                         El 13 de julio Marat fue apuñalado en la bañera -donde pa-
                     saba horas a fin de aliviar una dermatitis crónica- por una exal-
                     tada girondina, lo que sirvió de coartada al Comité de Salvación
                     Pública, liderado por Robespierre, para desatar la persecución de
                     los enemigos del pueblo.  El  terror estaba en el  orden del  día.
                     Nadie escapaba a él.
                         Y el 8 de agosto de 1 793 se ordenó la supresión de la Acade-
                     mia de Ciencias.  «La República no necesita sabios», se dijo en
                     pleno delirio a la búsqueda del enemigo interior. Tres meses más
                     tarde se procedió a la depuración de varios miembros de la Comi-
                     sión de Pesos y Medidas que venía funcionando desde 1790. Entre
                     ellos, Laplace,  Condorcet y Lavoisier.  Defenestrados por no ser
                     buenos ciudadanos, bajo la acusación de «indignos de confianza
                     por lo que se refiere a sus virtudes republicanas y su odio a los
                     reyes».  Pero, curiosamente, se mantuvo a Lagrange como presi-
                     dente de la misma. Aunque nunca fue partidario de la Revolución,
                     Lagrange carecía de toda ambición política.
                         No todos los cien.tíficos tendrían su suerte. La guillotina tiró
                     por tierra las cabezas de quienes aún defendían las viejas ideas feu-
                     dales, pero también la de algún que otro revolucionario y científico.
                     En 1794 varios de renombre conocerían la muerte: Condorcet, Bai-
                     lly y Lavoisier.  El primero de  ellos, secretario permanente de la
                     Academia, perdió la vida a causa de la revolución cuyos cambios él
                     mismo había sinceramente demandado. Tras un tiempo oculto, fue
                     arrestado por haber militado en las filas girondinas. Y pese a haber
                     sido presidente de la Asamblea, este desdichado, incansable opti-
                     mista respecto al progreso humano, vería la muerte en prisión el 24
                     de marzo, donde se suicidó para evitar ser guillotinado.
                         El segundo, el astrónomo Jean-Sylvain Bailly, había sido pre-
                     sidente de los Estados Generales y alcalde de París. Pero fue acu-
                     sado de complicidad con los monárquicos. Bailly, quien trabajaba
                     en el Observatorio de París, era un buen amigo de Laplace, con






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