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facerle, respondió con una sentida carta donde se lamentaba de
                     que sus enemigos le habían robado los resultados de toda una vida .
                     de trabajo y, para colmo, los iban a publicar amputados y envile-
                     cidos con errores añadidos.
                         Halley se encargó finalmente de la publicación, y en 1712 salie-
                     ron de la imprenta cuatrocientos ejemplares; a pesar del poco cui-
                     dado con que lo hizo, y de las erratas introducidas en algunos cál-
                     culos, Halley cobró por ello más que Flamsteed. Del texto de Halley,
                     además, Newton había eliminado el nombre de Flamsteed en quince
                    sitios. Este, sin embargo, no se rindió: consiguió hacerse con tres-
                     cientos de esos ejemplares y los quemó a las puertas del observato-
                    rio. Después, tal y como había asegurado en la carta antes citada,
                    logró completar sus observaciones, y el catálogo completo se pu-
                    blicó en 1725, seis años después de su muerte, bajo el titulo Historia
                    Coel.estis Britannica. El libro iba a incluir un prefacio, redactado
                    por Flamsteed en 1717,  que fue  censurado.  En él se acusaba a
                    Newton de mentiroso y traidor, entre otras lindezas, mientras que
                    Flamsteed se presentaba como un mártir de la ciencia




                    «SEGUNDOS INVENTORES NO TIENEN DERECHOS»


                    La disputa entre Newton y Leibniz por la prioridad en el descubri-
                    miento del cálculo infinitesimal posiblemente sea la más célebre de
                    todas las habidas en la historia de la ciencia: fue, en cierta forma,
                    la que marcó el procedimiento para resolver --o, al menos, inten-
                    tarlo-- disputas similares que después se han producido; recorde-
                    mos que alú quedó establecida la después tan repetida sentencia
                    newtoniana de «los segundos inventores no tienen derechos».
                        En un mundo como el de hoy, que tiende, acaso de manera
                    insensata, a la especialización extrema, sorprende por contraste
                    una mentalidad como la de Leibniz, un maestro de  todos los  ofi-
                    cios o, como reza la Encyclopaedia Britannica, «uno de los más
                    poderosos espíritus de la civilización occidental». De todo quiso
                    saber y en todo algo aportar, ya fuera en aquello por lo que hoy es
                    más reconocido -filosofía, física o matemáticas-, como en otras





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