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LOS VÓRTICES CARTESIANOS
             René  Descartes sostenía  que el
             movi miento de  los  planetas  se
             debía a la acción de ciertos vórti-
             ces -o torbellinos-. Esta teoría
             mecanicista apareció publicada
             en Principia philosophiae (1644) y
             proponía que el  espacio estaba
             ocupado por un  fluido  invisible
             que giraba formando  enormes
             vórtices celestes. El  Sol  sería  el
             centro de uno de esos vórtices, y
             por ello arrastraba a los planetas,
             que  a  su  vez  eran  centros  de
             otros vórtices más pequeños que
             actuarían sobre la  Luna y  otros
             satélites.  Esta  idea tenía  mucha
             fuerza,  porque explicaba  cómo
             era posible que los objetos se mo-
             vieran sin que actuaran fuerzas a
             distancia -algo inconcebible en
             la  época-, a la  vez que era una   Detalle de una lámina que representa los vórtices
                                         cartesianos, incluida en los Principia phi/osophiae.
             herencia de la analogía de los re-
             molinos de un río ya empleada en
             la antigua Grecia por Leucipo y,  posteriormente, por Epicuro. Pero si  las fuer-
             zas  no actuaban en la  distancia, ¿cómo se  explicaba entonces la  caída de un
             cuerpo en la  superficie terrestre?  Para  Descartes, la  Tierra obraría como una
             gigantesca centrifugadora, y así «la fuerza con la  que la  materia celeste, más
             ligera, tiende a alejarse del centro de la Tierra, no puede tener su efecto; si  las
             partículas de la materia celeste se aleían, no alcanzan el lugar de algunas par-
             tes terrestres que descienden al  mismo tiempo hasta pasar a ocupar el  lugar
             dejado por las partículas de la materia celeste». Newton defendió que las ór-
             bitas planetarias alrededor del Sol solo necesitan de una atracción hacia el
             interior del Sol, y no de una fuerza hacia delante para mantener el movimiento.




           Aunque la hipótesis sobre la igualdad de ambas fuerzas era
       correcta, la abandonó, pues no le cuadraron los cálculos: usó va-
       lores poco precisos para el radio de la Tierra, y en aquellos mo-
       mentos desconocía también que las distancias había que medirlas
       desde los centros.





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