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aquello. Como una mayoría humilde y pacífica soportaba inicua-
mente los enfrentamientos de unas minorías fanáticas y ambiciosas
que no perseguían más objetivo que el poder y el dominio sobre su
enemigo y, por ende, sobre su propio pueblo. Algo, esto último, que
desde hacía años ejercían impunemente en ambas sociedades.
Para el joven Kachka, el enfoque de aquella situación era tan di-
ferente al de sus superiores que le habría de resultar extremadamente
difícil acatar sin más las órdenes de estos. ¿Quién mejor que la propia
Fatma podía conocer la idiosincrasia de los Muyahidines palestinos?
Desde luego, no era intención de Ariel desobedecer el mandato
recibido, pero nada le impediría llevar las gestiones del intercambio
a su manera. Para ello contaba con la intermediación de su padre
entre Fatma y sus dos hermanos. El viejo Kachka sería su mejor
aliado en Haifa, en tanto él se hacía cargo de los contactos con los
representantes de Hamás.
Mientras en su mente tenían lugar tan extensos y enrevesados
razonamientos, su realidad continuaba intacta ante los tres compa-
ñeros que le miraban expectantes. Todas las contingencias que ron-
daban sus más íntimas deducciones tan sólo habían ocupado un par
de segundos en el contexto real del tiempo. Aquellos dos segundos
en los cuales permaneció en silencio, fueron interpretados por los
presentes como un pequeño receso en el discurso. De nuevo en la
realidad, y sin perder el hilo de su argumento, continuó expresando
a los demás su verdadero plan en aquella misión.
—Por esa razón, señores —continuó diciendo Kachka—, habre-
mos de seguir las órdenes con suma cautela. No quisiera que en
nuestras conciencias se cargase la posible muerte de inocentes. En
esta documentación indica cual ha de ser nuestro contacto oficial,
pero nada específica sobre aquellos con quienes no podamos esta-
blecer un acercamiento directo. Así que, en previsión de un más que
posible nuevo enfrenamiento una vez conseguida la liberación del
teniente Sabel y sus hombres, estableceremos un plan para intentar
evitar un derramamiento de sangre.
—¿Y cómo habremos de conseguir eso? En cuanto los nuestros
estén a salvo nada impedirá que se ejecute la orden de castigo, si es
ese el objetivo final —quiso saber el alférez Gorten.
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