Page 213 - Edición final para libro digital
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Fue entonces cuando el llanto de Fatma se convirtió en incon-
                 trolables y sonoros quejidos. Ya ni las amorosas caricias de la señora
                 Levsky, ni las esperanzadoras palabras de David Kachka, consiguie-
                 ron apaciguar su pena.
                    —Cancelaré mis compromisos para hoy y nos vamos al hospitai
                 —dijo Kachka, apartándose de las mujeres para realizar unas llama-
                 das. Mientras, la señora Levsky, incapaz de mantenerse entera ante
                 el sufrimiento de Fatma, lloraba también, abrazada a la joven.
                    Llegaron al hospital a media mañana. Allí encontraron a la se-
                 ñora Maher sollozando desconsoladamente en el pasillo que daba
                 acceso a la UCI. Se temieron lo peor. Fatma se acercó corriendo a la
                 anciana y se precipitó sobre ella, abrazándola con todas sus fuerzas
                 mientras no cesaba de condolerse. Durante un buen rato, las dos
                 permanecieron calladas. Tan sólo los gemidos de la joven y los aho-
                 gados lamentos de Saida rompían el sepulcral silencio reinante en el
                 corredor. David Kachka las miraba con el corazón encogido. Espe-
                 rando pacientemente a que se separasen de tan dramático abrazo, no
                 pudo evitar que su mirada se empañase también con las secreciones
                 del dolor.
                    Finalmente, ambas mujeres se desligaron y Kachka pudo acer-
                 carse a Saida. Era obvio lo que había ocurrido, y no necesitaban
                 preguntar a la anciana las razones de su aflicción.
                    —Lo siento muchísimo, señora Maher —le dijo el abogado a la
                 viuda mientras acariciaba su pelo cano e intentaba darle consuelo.
                    La anciana lo miró con agradecimiento, pero con cierta extrañe-
                 za. Saida no había visto nunca al padre de Ariel.
                    —Soy el padre de Ariel —le dijo él al darse cuenta de la situación.
                    Saida tan sólo asintió. Le resultaba difícil hablar. Se ahogaba en
                 su propio llanto al intentar articular las palabras. Tampoco era ne-
                 cesario hablar en aquel momento, ya que la pena y el sufrimiento
                 de aquellas mujeres no dejaban lugar a interpretaciones. Kachka se
                 apartó de la anciana y se abrazó a Fatma.
                    —Lo lamento de veras, Fatma. Ojalá supiese como consolarte.
                    —No he podido verlo vivo por última vez —se lamentaba la jo-
                 ven—  Si hubiese vuelto ayer. Si no me hubiese ido a Acre... Habría
                 podido despedirme de él.

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