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CAPÍTULO 24.











                      asaban tan sólo unos minutos de las once cuando el coche al-
                      quilado del capitán Ariel Kachka se detuvo, unos metros más
                Pallá de la pequeña rotonda situada a mitad de la prolongada
                 curva que rodeaba la parte este del espacioso recinto. Una exten-
                 sión de tierra seca en el barrio de Beit Hanoum, jalonada de viejos
                 y deteriorados edificios que, se suponía, deberían ser la escuela de
                 agricultura. Toda la zona era una deprimente reminiscencia de los
                 efectos causados por los bombardeos judíos en uno de los barrios
                 más castigados por las incursiones hebreas. Las polvorientas y ba-
                 cheadas calles de tierra rodeaban el deplorable perímetro.
                    Hasta aquel momento no había detectado la presencia de nadie
                 que pudiese ser su interlocutor. Las inmediaciones, a pesar de la su-
                 perpoblación existente en la Franja, estaban extrañamente desiertas.
                 Tal situación activó en Kachka todas las alarmas. Pero retomó la
                 marcha lentamente, atisbando todos los rincones, la parte alta de los
                 muros y las viviendas adyacentes. Con una mano en la pistola que
                 tenía depositada sobre el asiento del pasajero, continuó avanzando
                 en busca de su contacto. El sitio era muy adecuado para tenderle
                 una emboscada, y el temor a ser víctima de un ataque por parte
                 de los milicianos de Ezzeddin Al-Qassam le mantenía alerta y en
                 tensión. Pero a pesar del latente peligro y de encontrarse totalmente


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