Page 218 - Edición final para libro digital
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solo en tan desérticas calzadas, no abandonó su propósito. Condujo
              con sumo cuidado hasta el final de la muralla este, donde la carretera
              giraba noventa grados a la derecha. Siempre paralela al deteriorado,
              y a veces inexistente, cierre de las instalaciones.
                 Tan pronto giró en el cruce, pudo ver en la distancia, a unos
              ciento cincuenta metros, a alguien haciéndole señas con los brazos
              en alto. El individuo había salido velozmente desde una de las des-
              vencijadas construcciones, y se encontraba en el centro mismo del
              camino. Ariel supuso que aquel sujeto no estaría solo, pero continuó
              avanzando a su encuentro.
                 Según se fue aproximando al individuo, el joven Kachka pudo
              comprobar que se trataba de un muchacho muy joven, casi un niño.
              El chico no tendría más de 15 años y, tal como él había imaginado,
              no se encontraba solo. Al amparo del derruido inmueble, bajo un
              pequeño saliente de lo que algún día había sido un tejadillo, se halla-
              ban otros tres hombres. Todos lucían ropas oscuras de corte militar.
              Con aspecto descuidado y barba de varios días, la seriedad de sus
              rostros, y aquella mirada fría e inexpresiva, no ayudaron a Ariel a
              tranquilizarse. Portaban viejos fusiles de asalto de fabricación sovié-
              tica, y entre el ancho cinturón y su cuerpo, unos grandes y afilados
              cuchillos. El corazón del joven capitán aumentó aceleradamente de
              pulsaciones, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que
              aquellos sujetos llegasen a notar su miedo.
                 Una vez hubo detenido el vehículo, el muchacho que saliera a
              recibirle se alejó corriendo hasta perderse entre las humildes y dete-
              rioradas viviendas que se levantaban en los alrededores.
                 Fue entonces, cuando uno de los hombres que estaban apoyados
              en la vieja pared se acercó al coche. En su mano izquierda portaba
              el fusil. Levantando su derecha en señal de paz, saludó al abogado.
              Ariel, de todos modos, no soltaba la pistola. Aunque de poco le ha-
              bría servido; ya que los otros individuos le apuntaban directamente
              con sus kalashnikov. Al llegar junto a él, quien parecía ser el por-
              tavoz del grupo le pidió que bajase la ventanilla del copiloto. Ariel
              así lo hizo. Entonces, el barbado guerrillero, encogiéndose un poco
              para poder mirar a Ariel a los ojos, se presentó ante él.
                 —Soy Rahid Padúm. Has hablado ayer conmigo.

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