Page 30 - Edición final para libro digital
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Pero ella misma resolvió internamente sus dudas. El odio entre
              palestinos y judíos no desaparecía simplemente con la integración
              social de unos cuantos refugiados, o con la imparcial y viva expre-
              sión de una posible convivencia ejemplarizada en pensamientos ob-
              jetivos. Una larga historia de luchas, conquistas y odios irreconcilia-
              bles persistía detrás de aquel escaso, pero reconocible, acento en su
              dicción.
                 —¿Podría indicarme dónde debo presentarme para solicitar el
              trabajo? —continuó Fatma intentando solapar la cuestión de su ori-
              gen, que tanto parecía importar al descarado subordinado.
                 —Por esa puerta —le indicó señalando al despacho de la dere-
              cha—, pero debo anunciarte antes. ¿Cuál es tu nombre?
                 —Me llamo Fatma Hasbúm.
                 El uniformado apretó un botón sobre el interfono y anunció a
              la muchacha.
                 —Señor, aquí hay una mujer que dice llamarse Fatma Hasbúm,
              se presenta para solicitar el trabajo de becaria.
                 —Dígale que pase —respondió una voz al otro lado del interco-
              municador.
                 El secretario, o lo que fuese aquel hombre que tan grosero le
              había parecido, la invitó a pasar señalándole la puerta con la mano,
              e inmediatamente centró nuevamente su atención en la pantalla del
              ordenador como si Fatma jamás hubiese estado allí.
                 La joven llamó a la puerta. Estaba mucho más nerviosa que an-
              tes. Sus pulsaciones se habían disparado y sentía la garganta rese-
              ca. Temía encontrarse en el interior de aquella estancia con alguien
              mucho más insolente aún que el individuo que dejaba tras de sí. El
              hecho de ser palestina influía muy negativamente en su autoestima,
              le restaba seguridad en sus relaciones y la mantenía constantemente
              en guardia ante cualquier comentario. Pues a pesar de su disposición
              y esfuerzo por integrarse totalmente en la comunidad, no podía ob-
              viar el natural rechazo latente en la sociedad hebrea.
                 —Adelante —dijo alguien desde el interior.
                 Fatma abrió la puerta y se internó en el despacho. Era una habi-
              tación amplia y luminosa. En las paredes se podían ver colgados al-
              gunos cuadros con simbología militar, y la moqueta azul que cubría

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