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de jóvenes, muchos de ellos aún niños, dispuestos a emprenderla a
              pedradas contra los modernos cazas del ejército judío.
                 Tal como David y Ariel Kachka habían sospechado, Israel no
              dejaba sin enmienda la matanza de Sheikh Ratwan. Las negocia-
              ciones llevadas a cabo por el joven Kachka no habían servido para
              evitar el severo castigo que los hebreos habrían de infringir al pueblo
              palestino. Era evidente que el rescate de Eitán Sabel era prioritario,
              y por eso no se había tomado represalia alguna hasta no garantizar
              la supervivencia del hijo de Abe Sabel. Pero todas aquellas muestras
              de buena fe y cumplimiento habían sido tan sólo una estrategia para
              poder salvar a los prisioneros. Como bien habían supuesto los Ka-
              chka, en cuanto aquellas tres vidas estuvieron a salvo la venganza de
              Israel fue inminente.
                 Ariel tuvo la suerte de que ya los hombres que le habían ayudado
              a llegar a Jibaliya se disponían a la defensa; y pocos minutos antes de
              que los F-15l sobrevolasen Gaza lo habían dejado a unos doscientos
              metros de la casa de los Hasbúm. Muy probablemente, de haber
              visto antes a los aviones, aquellos hombres no le hubiesen dejado
              bajarse de la camioneta. El joven capitán rezaba para que los indivi-
              duos armados no volviesen en su busca, y aceleró el paso para llegar
              lo antes posible a las inmediaciones de la casa de Fatma. No conocía
              con exactitud cuál era el inmueble en que habitaba la becaria, pero
              seguro que alguien sabría indicarle donde vivía.
                 Apenas unos minutos después de haber escuchado el tronar de
              los cazas, pudo oír como las explosiones indicaban la continuación
              de los bombardeos en zonas algo más alejadas. Ariel aceleró aún más
              la marcha al percibir aquellas primeras descargas.
                 Para llegar al grupo de casas donde supuestamente vivían los
              Hasbúm, debía atravesar una extensa zona de baldío. Unos doscien-
              tos metros durante los cuales se vería totalmente expuesto, tanto a
              los ataques de sus compatriotas como a los disparos de la milicia de
              Ezzeddin Al-Qassam. Su situación en aquel lugar no era nada segu-
              ra, y sólo llegando lo antes posible a la vivienda se habría de sentir
              algo más tranquilo. Sus piernas le llevaban cada vez más aprisa, hasta
              que, sin darse cuenta siquiera, se vio corriendo como un poseso in-
              tentando abandonar aquel interminable descampado.

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