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Aún le faltaban unos cincuenta metros para alcanzar las primeras
                 casas, cuando el estruendo de una bomba sacudió bruscamente sus
                 tímpanos. Notó como su cuerpo era bruscamente empujado por el
                 efecto de la detonación, pero no llegó a perder la verticalidad. Sin
                 dejar de correr, se giró para ver lo ocurrido. A tan sólo doscientos
                 metros de donde él se encontraba, en una nave abandonada, destino
                 final de los hombres de la camioneta en la cual le habían llevado
                 hasta allí, pudo ver los efectos de tan cercana deflagración. Entre una
                 densa columna de humo y polvo podían distinguirse los escombros
                 de lo que unos momentos antes había sido una edificación en pie.
                 Probablemente una de las muchas bases de operaciones de las que
                 Ezzeddin Al-Qassam poseía en toda la Franja.
                    Kachka no se detuvo. Corrió aún más aprisa de lo que ya lo
                 venía haciendo. Ni él mismo conocía su capacidad de resistencia
                 y la velocidad que podía llegar a desarrollar ante una situación de
                 pánico. Si los pilotos israelíes detectaban su presencia pensarían que
                 se trataba de uno de los milicianos huyendo. Entonces su vida no
                 valdría absolutamente nada. Muy probablemente fuese abatido por
                 sus propios compañeros de armas antes de abandonar aquel peque-
                 ño pero interminable páramo.
                    Finalmente, alcanzó las primeras casas del humilde barrio. Obvia-
                 mente, no se encontraba en aquel primer frente de viviendas la de su
                 querida prometida. Fatma le había hablado de su pasado en Jibaliya
                 y le había detallado como eran sus calles, su casa y el mercado donde
                 su padre solía vender los productos llevados desde Israel. Era evidente
                 que no había ningún mercado frente a aquellas primeras viviendas.
                    Ariel se introdujo por las deprimentes calzadas de la modesta po-
                 blación hasta que, dos calles más abajo, alcanzó a divisar el deterio-
                 rado mercado del que le hablara Fatma. Si los detalles eran exactos,
                 la casa de los Hasbúm debería ser una de las tres que estaban justo
                 frente al edificio de la lonja. No se veía a nadie en la vía pública, y
                 Ariel debió probar suerte puerta por puerta. No le agradaba la idea
                 de permanecer en el exterior, expuesto a los ojos de algún francotira-
                 dor palestino o de una bomba israelí. Entró en el portal del medio.
                 Una vieja casa de dos plantas y foscas paredes, víctima incuestiona-
                 ble de ataques anteriores. En sus muros eran abundantes las marcas

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