Page 307 - Edición final para libro digital
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Al tiempo que Fatma aceleraba su carrera, Ariel, oculto en el
pórtico del ruinoso inmueble, contenía el impulso de gritar y correr
para protegerla. Transcurrieron unos interminables segundos hasta
que Fatma alcanzó la entrada, justo antes de que el poderoso blinda-
do y su numerosa escolta, pasasen frente a ellos.
Afortunadamente, los soldados israelíes no consideraron que Fat-
ma pudiese suponer ningún peligro y continuaron su patrulla sin
detenerse.
La becaria no pudo contener un ahogado grito al ver a Ariel de-
trás de la puerta. Su sorpresa fue tal que soltó la bolsa que llevaba
en sus manos. Ariel se limitó a sonreírle mientras la miraba como
un adolescente enamorado. Fatma tampoco dijo nada, simplemente
se echó en sus brazos, y ambos se fundieron en un prolongado y
pasional beso.
A pesar del sorprendente encuentro, parecía como si la joven hu-
biese estado esperando aquel momento. En realidad, así había sido
aquellos días. En su cabeza, y en su corazón, aquel deseo nunca
dejara de ser una esperanza. Sólo Ariel podía apaciguar su inmensa
tristeza. Y a su amor se había aferrado, esperando que todo cuanto
la había llevado a tomar aquella decisión pudiese algún día formar
parte del pasado.
No podía deducir que todo se habría solucionado por el mero
hecho de encontrarse allí su prometido. Pero era indudable que él
había tomado la decisión por sí mismo. Además, ¿qué mejor demos-
tración de amor podía darle que su presencia en aquel lugar?
Fatma no quería ser la causa de los problemas del joven y por
ello decidiera apartarse, pero su mayor deseo era estar con él. Todas
sus dudas se veían entonces disipadas. Ariel la amaba por encima de
todo. De su profesión, de su madre y de su propia vida. Ninguno de
los dos supo cuánto tiempo pasaron fundidos en aquel beso, pero
aquel periodo de tiempo llegaría a ser uno de los momentos más
recordados y felices de sus vidas.
—¿Por qué te has marchado? —fue la primera pregunta de Ariel
nada más separar sus labios.
Ella rompió entonces a llorar. Los nervios del momento, la feli-
cidad que la invadía y el temor ante los riesgos que Kachka asumía
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