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—Vosotros habéis adoptado la postura correcta. Quizás, algún
día, todos los jóvenes hebreos y palestinos puedan concebir de igual
manera una solución dialogada y pacífica —dijo Ariel.
Mientras los hombres hablaban, Fatma permanecía callada. In-
teriormente se alegraba de que sus dos hermanos hubiesen tomado
aquella decisión, pero le resultaba sumamente difícil perdonarles su
comportamiento durante tantos años.
Finalmente, los cuatro decidieron descansar hasta que amane-
ciese, entonces decidirían qué habrían de hacer para conseguir sacar
de Gaza a la joven pareja sin que sus vidas corriesen peligro, y de
manera tal que Ariel pudiese argumentar algo creíble en su defensa
cuando hubiesen regresado a Haifa.
El día amaneció soleado. La lluvia de la noche anterior había
dejado paso a un sol espléndido y la temperatura era agradable.
Ariel fue el primero en ponerse en pie. Con la luz de la maña-
na se podía observar en toda su crudeza el escenario de los enfren-
tamientos. La casa de los Hasbúm, que en principio pareciera no
sufrir daños importantes, se encontraba notablemente deteriorada
como consecuencia de las cercanas explosiones que habían castigado
al barrio dos noches antes. Las ventanas no eran más que unos viejos
marcos de madera astillada a través de los cuales se colaba libremen-
te una débil brisa, causante de que los negros nubarrones, que ha-
bían convertido en fangosos y casi intransitables caminos las otrora
polvorientas calles de Jibaliya, dejasen paso a un radiante amanecer
que, de no ser por los evidentes signos de la batalla, harían de aquel
día una agradable y rutinaria jornada.
Poco después apareció Fatma. La joven casi no había dormido.
La conversación mantenida entre Ariel y sus hermanos la noche an-
terior le había robado gran parte del sueño. La muchacha quería a
sus hermanos a pesar de todo. Sin embargo, no podía olvidar a su
padre. Probablemente, aunque Sabil y Nabir intentasen intervenir
en ayuda del anciano Ibrahim, nada hubiesen podido hacer por evi-
tar su muerte. Pero lo que en realidad le dolía a la becaria, era el he-
cho de que ambos antepusiesen su desmesurado fundamentalismo
al sentimiento filial que debería unirles a su padre por encima de
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