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Con frecuencia aplastaba la nariz contra los
cristales y miraba a los enfermos que llega-
ban allí buscando un alivio para sus males. El
médico era, también, un vendedor de felici-
dad. Aunque el que elegía el remedio para los
clientes no era un conejito blanco.
Cuando el doctor hizo pasar a su gabinete de
consulta a los dos muchachos, reconoció en-
seguida a Selim.
—Ya veo que tu padre ha seguido mis conse-
jos -dijo-. Desde luego, no ha sido aquí, en
Estambul, donde has conseguido esos colo-
res tan estupendos. No te has vuelto a resen-
tir de tu accidente, espero.
—No, doctor-dijo Selim.
—Entonces, ¿para qué vienes a verme? ¿Le
pasa algo a tu amiguito? Por cierto, tiene tan
buen aspecto como tú.
—Hemos venido para..., para esto -dijo Selim
alargándole la caja llena de monedas y billetes.
Cuando el doctor la abrió, frunció el ceño.
—¿De dónde has sacado tanto dinero? -pre-
guntó.
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