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—Me lo ha dado Aixa -respondió Selim.
Y tuvieron que contar otra vez toda la histo-
ria. Los dos se quitaban la palabra de la boca,
hablando de Semra, de la tristeza de su vida
sin voces, sin música, sin bocinas. Hablaron
de sus vacaciones en Sapanca, de Beek, la
cabritilla blanca, de la gallina roja y del enjam-
bre perdido, del albaricoquero y, en fin, de
Aixa y de la ¡dea tan estupenda que había te-
nido. Cuando a Selim se le olvidaba algún de-
talle, Zuffu tomaba la palabra. Cuando Zuffu
omitía cualquier cosa, intervenía Selim.
El doctor los escuchaba, meneando la cabe-
za. Estaba serio y muy interesado.
—Sí, conozco a Semra. Llevo tiempo aconse-
jando a Mustafá que siga algún tratamiento,
pero, por desgracia, Mustafá tiene un oficio
que no da para mucho. Hasta ahora, jamás
habría podido esperar que llegara el día en
que su hija estaría en condiciones de oír y de
hablar. Pero... ¿por qué habéis venido a bus-
carme a mí?
—Mustafá quizá no sepa dónde y cómo con-
viene mandar a Semra y, desde luego, noso-
tros no tenemos ni la menor idea -respondió
Selim.
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