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a Selim mientras apretaba contra ella su car-
tón, como si fuera a quitárselo.
«Me tiene miedo», pensó Selim. «¡Claro!, no
me conoce. Me meto en su casa, rebusco por
todos lados y no puedo explicarle por qué...»
Le sonrió para demostrarle que no tenía mala
intención, pero cuando quiso acercarse a ella
Semra retrocedió y fue a refugiarse en un rin-
cón de la habitación.
Selim nunca se había sentido tan desprecia-
do. Estaba acostumbrado a que le quisiera
todo el mundo. Era alegre y honrado, servicial
y animoso; ¿cómo no lo iban a querer? ¡Y aho-
ra resultaba que esta niña tan linda le miraba
con sus grandes ojos negros como si fuera un
enemigo!
Se quedó quieto, sin mover los brazos, para
no asustarla; hasta se olvidó de que su cone-
jo había desaparecido. Y cuanto más miraba a
Semra, más aterrada parecía la chiquilla. Es-
taba como hipnotizada, igual que un ratoncito
delante de un gato.
Y, efectivamente, había un gato en la habita-
ción, al que Selim acababa de abrir la puerta
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