Page 100 - Luna de Plutón
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brillantes, y cabello melenudo y desordenado.

       Panék  la  aprisionó  con  un  brazo,  viéndola,  describiendo  una  sonrisa  con  los
  labios. Tenía la cara manchada del barro, que le salpicaba su hija. Giró bruscamente el

  volante, haciendo que el enorme aparato cambiara de dirección y, sujetando a la niña,

  el elfo saltó del tractor en marcha. La cara de Knaach era la típica representación de

  una  mandíbula  estrellada  contra  el  suelo  y  los  ojos  desorbitados.  Pisis  canturreaba
  sentada en los hombros de su padre.

       —Así  que  este  cuatropatas  es  el  que  destrozó  mi  observatorio  y  mi  telescopio,

  ¿arhn?

       —¡Apague la máquina, por dios! —gritó el león, señalando con una pata al tractor
  —. ¡Está siguiendo de largo!

       —Aaaah, no importa, peludo. Ya lo alcanzaré.

       Knaach  dejó  caer  su  trasero  al  suelo,  sentándose  como  hacen  los  cuadrúpedos,
  sintiéndose cansado otra vez, apenas a pocos minutos de haber despertado de un largo

  sueño.  Echó  una  mirada  a  Hathor  y  Tepemkau,  quien  miraban  al  jefe  de  la  familia

  sonrientes,  con  sus  puños  en  la  cintura,  y  luego  a  Panék,  alto,  de  torso  delgado  y
  hombros  anchos,  con  músculos  no  exageradamente  grandes,  pero  sí  tan  duros  que

  parecían tallados sobre la madera, y una piel casi brillante. Parecía un vampiro. La

  imponencia natural del padre se veía todavía más acentuada por una delgada cicatriz

  que  se  extendía  en  su  mejilla.  Sus  hijos  todavía  no  habían  desarrollado  semejante
  musculatura salvo un abdomen rocoso en los varones. Una vez más, Knaach se veía

  ante una situación en la que, contra todo pronóstico, su condición y fuerza de león no

  era realmente gran cosa al lado de la compañía que tenía.

       —Son unos salvajes —pensó, con angustia creciente—. Aquí es donde voy a tener
  que pasar el resto de mi vida. Es imposible que esta gente posea cápsulas que salgan

  de Titán.

       Sintió que los brazos de Hathor le rodeaban el cuello.
       —Páa, ¿verdad que nos lo quedamos?

       El  hombre  frunció  el  ceño,  colocando  a  Pisis  de  vuelta  en  el  suelo,  al  lado  de

  Tepemkau.

       —Tienes que respetar las formas de vida. Si se queda o no es decisión suya, no
  mía ni mucho menos tuya.

       El chico bajó la cabeza, poniéndose rojo de vergüenza.

       —Si  quieres  que  se  quede,  pregúntaselo  —repuso  el  hombre,  sacudiéndose  los

  cabellos—. Yo me voy a trabajar. ¿Por qué no le presentas a los que son como él?
  Posiblemente así se sienta más a gusto y quite esa cara de vaca cagona.
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