Page 105 - Luna de Plutón
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Los pequeños elfos chapotearon asustados y se salieron de la orilla. A la media

  hora, estaba el trío de hermanos sentado en la roca de espaldas al lago, cabizbajos:
  Pisis,  Hathor  (que  todavía  seguía  desnudo)  y  Tepemkau,  por  orden  de  tamaño.

  Knaach  se  había  metido  debajo  de  la  cascada,  y  ahora  parecía  todo  un  cantante  de

  rock: la melena, húmeda y pesada, le caía a ambos lados de la cara y le cubría también

  los ojos. Encontró una extraña propiedad en el agua, que hacía lógico al por qué los
  elfos se bañaban ahí: estaba perfumada y tenía un olor agradable. Al beberla, sintió

  como si entrase luz en su cuerpo y creyó que más nunca volvería a tener sed. Pensó

  en los elfos, en su padre Panék, y en la extraordinaria fortaleza física que mostraban.

  Se sintió curioso de saber hasta dónde serían capaces de llegar con esas capacidades,
  qué  podrían  ser  capaces  de  hacer  en  una  situación  de  peligro.  Súbitamente,  la

  pesadumbre lo abatió en el interior de la cascada, donde hacía frío. Porque el pensar

  en fuerza en poder físico, le hizo recordar a Claudia. Por momentos, pudo imaginar el
  cuerpo  enorme  y  redondeado  de  ella  ahí  en  el  lago,  con  él.  Recordar  sus  enormes

  brazos, los antebrazos gruesos y poderosos, y sus manos regordetas, que inspiraban

  fuerza, pero a la vez fragilidad. En su falda, sus rodillas y sus zapatos de charol, le
  provocaron ganas de llorar, y así lo hizo, en silencio.

       Se tomó su tiempo para salir del agua, alejado de los niños, y sacudirse hasta estar

  medianamente seco. Luego se les acercó.

       —Ya estoy listo.
       Pisis caminó hasta él, y tomó un mechón de su melena.

       —¿Pero no quisieras que te peine? No les va a gustar verte así, no señor.

       —¿Y? ¿Se fijan mucho en esas cosas?

       Los tres chicos asintieron al unísono. Knaach empezaba a sentir menos emoción
  por conocer a sus posibles parientes.

       —¿Con qué me vas a peinar? —preguntó inquisitivo.

       —Pues con los dedos.
       Observó cuidadosamente las manos de la niña: estaban limpias de todo el barro

  con el que se había ensuciado antes, sus dedos parecían frágiles y delicados.

       —Está bien, pero ten mucho, mucho, MUCHO cuidado ¿entendido?

       —¡Ufa!
       El león se sentó de espaldas a ella. Aun por las malas primeras impresiones de lo

  que consideró bestias salvajes en dos patas, Knaach no pudo quejarse de la forma en

  la que la niña alisó su melena, colocando el pelo cuidadosamente entre ambas orejas,

  como si fuera un príncipe. Los dos hermanos veían la escena curiosos, montados en la
  rama de un árbol. Y ahí se quedó a gusto, a disposición de las hábiles manos de la
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